la personalidad como catedral

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Cuanto tiempo habrá pasado entre el momento en que sentí por última vez tristeza. Quizá hoy reinicie la cuenta de cero, pues me he sentido absorto por la tristeza. Es extraño pensarlo, pero lo he dado todo a una personalidad que lo ha sabido valorar correctamente. Ahora es más fuerte, más capaz, más entusiasmada y animada. Pero a que costo, lo he vertido todo en ella. He dejado la piel y los huesos en la construcción de este gigante llamado personalidad. Lo he moldeado, lo he modificado y creado a un solo tiempo. Pero en aquella escultura magnifica he dejado el material del cual está construido: yo mismo. Yo soy el material primordial de aquella increíble catedral, que parece que hoy se erige por voluntad propia. Yo como fiel artesano he permitido que la obra traspase los límites de lo creado y le he dado suelo. Le he dado bases, color, altura y espesor. He hecho de aquel monumento mi más grande obra. Pero me siento agotado. Lo he dejado todo al punto en que me es difícil volver a caminar. Mis esfuerzos futuros ya no son por construir la catedral, u otras. Son por mantener esta en pie y remodelar otras que ya estén a punto de caer.

Agotamiento.

Una vez más, el artesano toma sus herramientas, pero esta vez ya no se erige en la misma fuerza vital que lo impulso en el principio a emprender su dura tarea. Esta vez la fuerza está agotada pero el trabajo sigue pendiente. Cuantas voces desean ser reparadas, paredes pintadas, pisos cambiados, y el artesano se siente indispuesto. Pero es imposible no pensar en aquella obra que lo ha agotado por completo, ya que la obra lo desvivió día y noche, habito dentro de ella, durmió al cobijo de su techo, disfruto las noches de verano y de invierno al abrigo de sus columnas erigidas hacia el cielo.

El artesano llora al saber que debe dejar su monumento para siempre, aunque siempre supo que inevitablemente sucedería el fatídico momento, nunca imagino lo que sentiría. Entonces llega a casa y desconsoladamente se entrega a los placeres de la tristeza. Reflexiona de nuevo como podría subsanar su dolor y decide al otro día emprender un viaje. Pero no saca de su cabeza su obra, su hija, su creación suprema.

Aquella creación ya funciona por sí sola, no necesita más de los reparos del amante preocupado. A ella asisten miles de fieles que quieren contemplar sus cúpulas y sus columnas. Sin duda el artesano ha hecho un buen trabajo y quienes gozan de la estética del sitio no dejan de agradecerle. Sin embargo, los agradecimientos son vacíos, pues nada le devolverá el placer de sentirse amo de su catedral, aunque no fuese suya.

El artesano emprende un viaje a los más remotos lugares de la arquitectura natural y en medio de un valle reflexiona. No puede dejar de pensar en el monumento del hombre y sus manos sangran. Entonces vuelve una y otra vez, incansable, sobre el recuerdo de las noches y los días en el interior de la cúpula. Poniendo los soportes,llenándolos con amor y dedicación propia del poeta con sus versos. Se haya solo y no encuentra consuelo en la naturaleza. Baja al valle y retorna al pueblo y allí, más alto que la antigua iglesia, se erige un obra infinita y eterna. Al llegar a casa el artesano reflexiona de nuevo. Va a la catedral, pero ya no en condición de amo sino en condición de visitante, de turista común y como todos, debe dejar el recinto a más tardar cuando baje el sol. El artesano recuerda cuando el sol y la luna danzaban y él jugaba dentro sin la percepción del tiempo. Ahora entiende, las noches son para dormir y los días para trabajar, pero no hay más trabajo que el de descansar. Extenuado de descanso busca el descanso final, y al llegar de nuevo a casa, el artesano se suicida pensando que esta vez, la obra será la muerte.


12 escritos dispersos.Where stories live. Discover now