Soy ciega y soy pobre. No sé qué me duele más, si no ver nada o no tener nada. No sé qué es peor, si la realidad que no veo o la realidad que no tengo, si la realidad que vivo o la que jamás veré.
Mi trabajo es pedir limosna. Podría decirse que vivo en una estación de subte. Me siento siempre en el mismo descanso de una escalera donde pasan miles de personas, todas apuradas, la mayoría indiferente a mi pedido.
-Una monedita por favor, soy ciega, una monedita por favor-digo una y otra vez, tantas que ya ni recuerdo. Una monedita por favor, mientras agito una bandeja de plástico descartable y destartalada.
Una monedita por favor. Pocos responden, todos pasan demasiado a prisa, no escuchan o no quieren escuchar, todos pasan, todos corren, todos o casi todos siguen de largo.
El no ver me ha hecho experta en escuchar, sé sin tocar qué valor tiene cada moneda que me dejan por el ruido que hace al caer. De todos modos, también tocando suavemente cada billete, aprendí el valor de cada uno. No es que haya tenido la suerte de tener muchos billetes en mi vida, pero alguien que conocí me enseño todos y cada uno. Recuerdo el día que toqué un billete de cien pesos, el de mayor valor. Fue algo increíble y único, se sentía tan diferente al resto… Sólo fue un momento, ese ratito de aprender qué se sentía el tocar el billete prestado, pero jamás lo olvidé.
Casi todas son monedas de poco valor y el final de cada día tiene el mismo sabor: desencanto.
No encuentro otras opciones, no tengo muchas posibilidades. Me resigno, me conformo con llevar al fin del día unos pocos pesos que para poco alcanzan.
Sentada todo el día escuchando pasar la vida, puedo pensar mucho. A veces, para escapar de esos pensamientos siempre tristes, imagino la vida de los que pasan tan a prisa. Imagino sus trabajos, sus responsabilidades, quiénes los están esperando, qué compromisos tendrán que cumplir como estar siempre tan apurados.
Un día algo cambió, algo me distrajo de mis eternos pensamientos y fue un perfume. Alguien se acercaba con un perfume que jamás había sentido, rico, casi embriagante. Perdida estaba en ese aroma cuando escuché que en mi bandejita de plástico algo caía y no era una moneda.
Di las gracias y muy intrigada metí la mano en la bandeja para tocar qué era. Casi nadie dejaba billetes y si los dejaban siempre eran de dos pesos, el menor valor.
Cuando lo toqué, me quedé helada, mis manos no se confundían, era un billete de cien pesos. No era posible, pero estaba siendo una realidad.
-Pobre señora-pensé-me lo ha dado por error. Tuve ganas de salir corriendo a gritar a esa mujer que me había dado más plata de la que, sin dudas, tenía intención de darme pero su perfume ya no estaba y ella tampoco.
Guardé el billete en mi bolsillo como lo que era, un tesoro inesperado, sorprendente, maravilloso. Cada tanto metía la mano en el bolsillo para tocarlo, que era mi manera de verlo. Ese día, me fui más temprano. Primero pensé en comprar comida, toda la que me alcanzara, pero luego desistí y esa noche casi no pude dormir.
Lo que me desveló, más que el valor del billete recibido, fue pensar que, sin dudas, esa mujer había cometido un error, que queriéndome dar una ayuda, tal vez se había perjudicado ella y que al llegar a su casa, se habría dado cuenta de su equivocación. Para quienes pasamos necesidades no nos es difícil pensar en que otros pueden tenerlas. Sin dudas no eran las mías, pero siendo las suyas, eran valiosas también.
Al día siguiente, coloqué el billete en mi bolsillo pensando en que tal vez la mujer del bello aroma y el billete equivocado volvería, pero no lo hizo.
Al otro día, volví a llevar el billete conmigo y me senté a esperar, mientras recitaba mi letanía
-Una monedita por favor, soy ciega, una monedita.
De pronto el perfume volvió. Pensé en callarme, en no decir nada, pero no podía o mejor dicho, no quería quedarme con algo que no era para mí. Dicen que la necesidad tiene cara de hereje, no es así. La necesidad tiene la cara de alguien que sufre por sus privaciones, sólo eso, nada más.
Cuando sentí su perfume ya muy cerca, saqué el billete de mi bolsillo, extendí mi mano que lo apretaba y le dije:
-Este es suyo, le pertenece. Me lo dio por error el otro día ¿recuerda?
Hubo un silencio, pero yo sabía que la mujer seguía allí pues seguía sintiendo su perfume.
-No fue un error-dijo una voz tan dulce como el perfume.
-¿Cien pesos a mi?-pregunté sorprendida-¿Por qué?
La mujer se agachó y ya en un tono más bajo me dijo:
-Hace tiempo que paso por aquí, hace tiempo que te veo y te escucho. Siempre que pude te di una moneda y siempre hubiese querido darte más de lo que te daba, pero no podía. Ese día, un sueño mío se había hecho realidad. Había logrado mi primer contrato.
Yo escuchaba, sin entender demasiado qué podía tener que ver yo con ese contrato. La mujer prosiguió:
-Por primera vez en la vida tenía un contrato seguro y bueno y pensé en compartir esa felicidad no sólo con los míos, sino con alguien que necesitara no sólo el dinero, sino una agradable sorpresa, un día distinto. Compartir lo bueno sólo con los seres queridos me pareció poco y sentí que tenía que compartir algo de lo que había recibido con alguien que realmente lo necesitara. Es un regalo para ti. No sé si volveré a tener otro contrato como este, hoy puedo hacerlo, mañana no lo sé.
Yo no podía articular palabra.
-Disfrútalo, tú mereces más que muchos tener un buen día, un día distinto, es mi regalo para ti, yo ya he recibido el mío.
Tomó mi mano con firmeza, la que sostenía el billete, como asegurándose que no intentaría devolvérselo y se fue y con ella su perfume.
Y me quedé pensando en que ese billete valía para mí infinitamente más que cien pesos. La mujer del exquisito aroma me había regalado mucho más que dinero. Había compartido su felicidad conmigo, había pensado en darme un día diferente, me había considerado digna de recibir un hermoso regalo.
Entre tanta pobreza y tanta oscuridad, la generosidad de esa mujer, le había dado luz y riqueza a mi alma.
Ese día, por primera vez en la vida, sentí que no había recibido una limosna, sino una bendición.
Fin