Honesta oscuridad

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El lobo siempre será el malo

si solo escuchamos a Caperucita.

Anónimo


«El sol danzará su partida al ritmo de la extinción de tu vida, fascinante criatura», pensó aquel espectador.

A través de sus venas fluía la calma fría que conllevaba la determinación. La decisión había sido tomada. La línea entre el bien y el mal siempre le fue difusa. Su moral podía ser tan flexible como la situación lo ameritara.

Elevó la vista al cielo parcialmente oculto por las ramas afiladas de los árboles. La oscuridad que trajo la noche activó sus sentidos de depredador. Agazapado tras un arbusto frondoso, regresaba a la caza después de una larga temporada de aislamiento.

Contempló a su presa, estudiando ese rostro angelical, esos enormes ojos en parte cubiertos por el flequillo. Los rizos castaños que caían en cascada hasta su cintura poseían un reflejo rojizo a juego con su vestido carmesí. Se trataba de una prenda inesperada para una jovencita de su edad, algo que habría elegido una mujer mucho más experimentada. Contempló la falda ondulando al compás de unas caderas que se encontraban al final de la adolescencia o inicios de la juventud.

«Ella baila cuando la alegría fluye por sus venas», sabía. «¿Por qué estás tan feliz, pequeña? ¿Qué estás planeando? ¿Acaso eres incapaz de percibir la sombra que se cierne sobre tu destino?».

Él la estudió como si fuese un feligrés fiel ante el párroco predicando la palabra divina. La siguió cuando emprendió su viaje por un camino bordeado de bayas venenosas.

En cierto momento, ella tropezó con una raíz que sobresalía del suelo. Su canasta de mimbre forrada en cuero se soltó de sus manos y fue a parar a escasos metros de él, quien no tardó en ocultarse tras el tronco grueso de un sauce llorón.

Cuando la escuchó acercarse, una sonrisa afilada, gélida, delató su alma de cazador. Su sed de sangre despertó al sentir el aroma cobrizo de la muchacha. Enterró las uñas en la corteza para resistir la tentación de mostrarse.

«Paciencia. Aún no es el momento ni el lugar», se dijo.

La joven parpadeó, una mano delicada se posó sobre sus labios entreabiertos. Se mantuvo quieta, quizá había podido oír los pasos. O sus instintos trataban de advertirle del peligro que la acechaba.

En vez de prestarles atención, se agachó para recoger la canasta cuyas tapas parecían vibrar. Desde el interior, algo pugnaba por levantar las tapas y escapar.

«¿Es una ilusión óptica?», se preguntó.

Ella sopló la tierra que ensuciaba el asa y la colgó en el pliegue del codo. Reemprendió el viaje que la obligaría a internarse en las profundidades del bosque. En esa boca del lobo no habría testigos ni cazadores furtivos que pudieran oír sus gritos de auxilio.

Los caparazones de caracoles crujían al ser aplastados por sus zapatitos. Tarareaba una melodía suave cuando recogió una piedra en forma de corazón del camino. Sin detener sus pasos, jugueteó con ella entre sus dedos.

El cazador se deslizaba entre la vegetación cada vez más densa. Más oscura. La noche era tan silenciosa que pocos animales se atrevían a acercarse. Esperaba con ansias lo que ocurriría en los próximos latidos.

«Ahora ella se detendrá a recoger flores». Lo sabía. Había memorizado minuciosamente su rutina. Margaritas, dientes de león, siemprevivas... diversas especies adornaban aquel paisaje digno de una postal durante el día, fúnebre al caer la noche.

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