REGALO DE NAVIDAD (Relato)

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Cuando Erik salió del establo después de atender los caballos, fijó la mirada en la posada que regentaba. Estaba silenciosa. Todo el mundo se había ido, desde los mozos de cuadra hasta la cocinera, para pasar el día de Navidad con sus familias.

Inspiró profundamente y caminó despacio, atravesando el patio. Hacía tres meses que había vuelto de España, después que la guerra hubiese terminado. Había sido un simple soldado de infantería, un casaca roja carne de cañón, y había tenido suerte de regresar de una pieza, con apenas algunas cicatrices para demostrar que había estado luchando. Para él no había habido desfile de la victoria, ni medallas, ni reconocimiento. Todo eso era para los oficiales de caballería, esos señoritos con bonitos uniformes que aún se pavoneaban por toda Inglaterra. Menuda panda de inútiles.

Entró en la posada y atrancó la puerta. Después revisó la puerta de atrás y todas las ventanas de la planta baja.

No esperaba que viniera nadie aquella noche. Todos los viajeros habían llegado a sus destinos y nadie se aventuraría hasta pasada la Navidad. Todo el mundo estaba en familia, celebrando el nacimiento de Jesús. Todo el mundo menos él.

Subió las escaleras y empezó a inspeccionar las ventanas de la primera planta, habitación por habitación, asegurándose también que ninguna chimenea permanecía encendida por descuido. Todo estaba en orden. Sus empleados eran meticulosos y buenos trabajadores, y no se permitían cometer errores.

Se arrastró, cansado, hasta la planta superior, donde estaba su dormitorio. Todo estaba en silencio. No venían susurros ni ruidos desde la buhardilla donde dormían las criadas y la ayudante de la cocinera, y por debajo de la puerta de la habitación de Noelle no se filtraba ninguna luz.

Noelle.

Se había ido aquella tarde, como todos los demás, para pasar la Navidad con su familia. No estaría fuera más de dos días, pero la echaba terriblemente de menos.

Cuando su madre murió un año atrás, fue ella la que se hizo cargo del funcionamiento de la posada, esperando su regreso de España. Todo funcionó como la seda, como si su madre aún estuviese allí. Todos la querían y respetaban, y acataban sus órdenes sin rechistar. Claro que ella se hacía querer, con su sonrisa luminosa y su carácter dulce y amable. Por eso le pidió que se quedara como gobernanta, con la excusa que necesitaría su ayuda hasta que consiguiera adaptarse a su nueva vida de civil.

Erik se desnudó, se lavó en el aguamanil, apagó la vela y se acostó. Dio vueltas en la cama durante un buen rato sin poder dormir. La imagen de Noelle se le aparecía una y otra vez: Noelle recibiendo a los huéspedes con una sonrisa; con los ojos brillantes mientras bromeaba con Cathy, la cocinera; curando los raspones de las rodillas de Charly, el pequeño hijo de Cathy; riéndose con las bromas de John, uno de los mozos. No le gustaba que se riera tanto con el muchacho, sentía celos, aunque jamás lo admitiría libremente. Noelle era tan bonita, que todos los hombres solteros de los alrededores bebían los vientos por ella. Incluso él.

Tenía treinta y cinco años y estaba enamorado hasta las trancas de una muchacha de veintidós. Una mujer que jamás lo miraría de otra forma que con cariño fraternal.

Había sido una sorpresa para él, al regresar después de varios años de ausencia, encontrarla hecha toda una mujer. Los recuerdos que tenía de ella eran de una niña menuda y pizpireta que no hacía más que meterse en problemas. Hija de uno de los granjeros de la vecindad, a menudo se escapaba hasta la posada para poder pasar las horas muertas en los establos, junto a los caballos. Le encantaba cepillarlos y darles manzanas. Muchas veces, a la hora de cenar, su madre la obligaba a entrar en la cocina para que comiera un buen plato de estofado con ellos, antes de pedirle a Erik que la acompañara con el caballo de regreso hasta su casa. Él lo hacía a regañadientes, al fin y al cabo era un hombre hecho y derecho de veintisiete años que tenía cosas más interesantes que hacer que escoltar a una niña, pero accedía porque en el fondo lo maravillaba la alegría de esta dulce criatura, y lo feliz que parecía ser durante el rato en que montaba con él. La llevaba delante, montada a horcajadas, y tenía que sujetarla fuerte para que no cayese porque parecía una pulga inquieta, toda huesos y carcajadas.

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