Aire

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Al principio, se había creído que la Llorona andaba suelta, a pesar de que un solo lamento se había escuchado.
Luego, ningún otro grito había viajado por la ciudad, pero Leo, Don Andrés y Alebrije habían estado por un momento convencidos de que sí, en efecto, se trataba de la Llorona.

Pasaba que justo después de ese breve y doloroso lamento que se había escuchado aquel día, Teodora había desaparecido de la nada.

Es decir, así, como si nada, ya no estaba. Se había ido, lo cual sólo podía significar una cosa: La Llorona se la había llevado. Después de todo, no era tan mayor como para que esa mujer no pudiera confundirla con alguno de sus difuntos hijos.
Había parecido tan lógico en aquel momento. Tal y como si la simple respuesta estuviera ahí enfrente de sus narices, y sólo tuvieran que rastrear a la Llorona para traer a su amiga de vuelta.

Sin embargo, después todo se volvió mucho más complicado, porque no parecía haber rastros de la Llorona por ningún lado, y no se habían escuchado más lamentos.

Leo, Don Andrés y Alebrije literalmente la habían buscado por todos lados, hablando de Puebla, pero no habían conseguido nada. Ni a Teodora, ni a la Llorona.

En cambio, cuando finalmente habían salido de Puebla, habían encontrado algunos espectros más con los que habían tenido que pelear, obviamente siempre teniendo en la mente que estaban buscando a la Llorona, para avisarle que la niña que había tomado por hija ni siquiera estaba viva.

(Leo a veces sí lo olvidaba por la tensión del momento, pero nadie tenía que enterarse de eso).

Los tres estaban de acuerdo en que aquella había sido en realidad los cinco días más estresantes de sus vidas. Después de que intentaran empezar a darles encargos para resolver, Leo había puesto un alto a toda aquella locura, y les había avisado a Don Andrés y a Alebrije que era hora de devolverse a Puebla, y ver qué podían hacer ahí.

Ese algo había sido nada, por supuesto.

O al menos al principio.

Sí, porque al volver, se encontraron con que todo estaba como lo habían dejado, y con que nadie había vuelto a escuchar a la Llorona. Había sido ahí cuando Leo había llegado a la conclusión de que no sabía dónde encontrar a esa condenada mujer gritona, y por lo tanto tampoco sabía cómo traer de vuelta a Teodora.

No se había rendido, pero había sugerido que se tomaran un descanso de todo aquello, porque igual Teodora no era de las que se dejaban, y seguramente no le sería muy difícil escapar de la Llorona con sus propias intangibles patitas.
Así que esa noche, a pesar de las insistencias de Don Andrés y Alebrije, Leo se había tomado un descanso, lo cual en realidad le había resultado mejor de lo que alguna vez hubiera él planeado.

Sí, porque sabía que lo único que aquello haría, iba a ser provocar que su consciencia se lo comiera vivo por dejar a la deriva a un miembro de su equipo de esa horrible manera. Y sin embargo, no ocurrió nada de eso.

Leo se durmió temprano, después de cenar, y no tuvo que pasar mucho tiempo antes de que algo lo despertara.

La comezón en las fosas nasales, provocada por el fuerte olor a perfume, provocó que abriera los ojos involuntariamente, y al incorporarse en la cama, y enfocar su vista en la ventana de su habitación, vio un resplandor. Uno además del de la luna.
Cuando los ojos de Leo consiguieron acostumbrarse a la oscuridad, le halló forma a dicho resplandor.

Teodora estaba sentada en la ventana, con una pierna flexionada, y la otra estirada, con la mirada fija en el exterior.

Como si de repente hubiera viajado al pasado, Leo pudo escuchar de nuevo el grito que habían escuchado cinco días antes, y llegó a la conclusión de que había sido demasiado agudo para pertenecer a una mujer adulta.

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