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Siempre he creído que dentro de este basto e infinito-no-tan-infinito universo no podríamos estar solos. Seguramente hemos llegado tarde para conocer místicas civilizaciones marcianas, o muy temprano para ver como poblamos el cosmos y se develan nuevas formas de vida frente a nuestros ojos.

Pero nunca creí que las respuestas estarían tan cerca, literalmente tan cerca, y menos encontrarlas de la manera en que las encontré. Claro, si puedo decir que las encontré, y no ellas a mi.

Todo comenzó un día cualquiera de primavera, era un viernes de mayo, aunque no puedo recordar exactamente cual, pero lo que sí sé–y también puedo asegurar que no es la razón de nada de lo que estoy por relatar– es que era tarde y yo estaba borrachísimo, las calles del Centro Histórico lucían desconcertantemente vacías desde la cuarta vez que entré al baño para orinar, pero no le presté demasiada atención ya que estaba muy ocupado preocupándome por no caer y seguir disfrutando la celebración con mis amigos en aquella mesa al fondo del bar, la que daba al balcón por el cual asomábamos la cabeza para fumar. Pasadas las dos de la madrugada recuerdo haber quedado de acuerdo sobre como dividiríamos la cuenta, para mi fortuna mis amigos pagaron la mitad de mi parte. Debí haberlo pensado un poco más en ese momento, pero solo estaba agradecido ya que eso me dejaba libre algunas monedas para divertirme por mi parte.

Nos despedimos en el valet parking donde cada uno recogería su carro, rechacé sus invitaciones para llevarme a casa hasta que lo aceptaron y caminé hacia el metro, con las manos metidas en las bolsas del pantalón, tambaleándome y sosteniendo el cigarrillo con los labios. No hacía frío, ni tampoco había gente, pero tampoco le presté atención, ni tampoco tomé en cuenta que iba pisando decenas de hojas secas para escuchar atento su crujir aunque no fuese otoño. Definitivamente esa mañana no había sido de otoño, al menos no para mi.

¿Me habré perdido de algo en las noticias? ¿Ha habido alguna marcha? Pensé confundido ante la calma nocturna de la urbe, pero estaba mareado y sufría un poco de gastritis, así que dejé de pensar en ello tras pasar mi boleto por el torniquete de entrada. Tras el octavo intento fallido me decidí, avergonzado, a pedirle ayuda al oficial que cuidaba la entrada.

Intenté no acercarme lo suficiente para que notase mi aliento o pudiera negarme el acceso al sistema de transporte, y creí que habría fallado mi intento tras recibir una mirada llena de extrañeza del oficial cuando tomó mi boleto.

"Que no se repita este chistecito, pasa porque es peligroso quedarse afuera", respondió severamente al sacar su tarjeta y ponerla frente al lector que me permitió entrar, le agradecí y le deseé buena noche, sin dejar de sentir como me sonrojaba. Ahora me enfrentaba a un reto más: bajar las escaleras para llegar a la correspondencia que me dejaría en mi destino.

Aún sentía la mirada del oficial sobre mi, por lo que me acerqué al barandal del lado derecho y al colocar mi mano sobre el mismo me sentí ligeramente más seguro de realizar la dichosa e inevitable tarea. Pude bajar con tranquilidad aunque mi lentitud era bastante notoria para mí mismo, subir sería más sencillo si concentraba mi vista solamente en el escalón siguiente a mis pies y no volteaba hacía arriba, y así fue como logré llegar hasta el andén vacío donde sonaba un tema de rock clásico que me parecía conocido más no lograba ubicar por completo. Durante mis años de borracheras y viajes nocturnos en el subterráneo había descubierto que a los encargados de la "ambientación musical" les dejaban cierta libertad a altas horas de la noche donde la concurrencia era tan baja que difícilmente alguien se quejaría y, debo admitir, que al contrario de eso yo era una persona muy agradecida de poder disfrutar la clase de temas que se escuchaban a esas horas en ese lugar. La poca gente y la música lo hacía bastante disfrutable, incluso puedo presumir que lo mejoraba todo, era parte de la experiencia misma.

Asiento preferencialWhere stories live. Discover now