Nueve Milímetros (Asesino a Sueldo)

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1.

Tenía sobre la mesilla de noche una de sus cajetillas de Lucky Strike. Cogió un cigarrillo y le dio fuego. Después, completamente desnudo, se levantó y caminó hacia la ventana con paso lento y sigiloso. Junto a una de las cortinas, echó una calada honda, reflexiva, y exhaló el humo con grandilocuente parsimonia mientras observaba a través del cristal. Fuera, los más madrugadores, obligados por la necesidad que hace del trabajo una suerte, caminaban tristes, dormidos, resignados por tener que salir de sus camas antes del amanecer. Montoya los observó durante un corto tiempo, mientras echaba un par de caladas más.

Miró el reloj de su muñeca: faltaban unos minutos para las seis de la mañana del que amenazaba con ser otro frío y húmedo día de Diciembre en aquella ciudad del norte, en donde él había decidido refugiarse desde hacía un par de años, regresando a sus orígenes. Otra calada, tan honda y reflexiva como la primera. Volvió a exhalar el humo con la misma parsimonia y giró la cabeza hacia la cama; allí estaba ella.

Observó su rizada melena caoba reposando sobre la almohada. Estaba profundamente dormida. Apenas hacía una hora follaban desaforadamente. Apenas hacía una hora sus labios recorrían el cuerpo de la mujer, se deleitaban en sus duros pezones, tiesos, firmes, ardientes de deseo, mientras sus lenguas se enzarzaban una y otra vez en una alocada lucha de pasión. Recordó cómo las manos de ella habían recorrido todo su cuerpo, nerviosas, sudorosas, sin que hubiese un ápice de sentimiento, sedientas de sexo. Sí, no había sido más que sexo, pero del bueno. No alcanzaba a comprender la razón, pero le constaba que aquella mujer necesitaba sentirse deseada, que un hombre la hiciese suya apasionadamente, sin recelos, ocupándose tan solo del simple placer carnal, de saciar su sed de pasión; así se lo habían hecho saber sus dedos y su lengua.

“Hold Me, Thrill Me, Kiss Me”, en la voz de Gloria Estefan, sonaba por los altavoces de la cafetería cuando Montoya cruzó la puerta. Disimuló una sonrisa burlona; había cierta ironía en que su adulada cubana le fuese a acompañar en aquel encargo. Por un momento la recordó con el largo vestido blanco de la portada de aquel disco en el que se la veía hermosa, muy hermosa; en verdad, a él siempre le había parecido una mujer hermosa al margen de su espléndida voz.

Avanzó unos metros y buscó con la mirada al que debía ser su “pan nuestro” de aquel día. Lo localizó sentado tras una mesa apartada en una esquina del local, echándose a la boca el penúltimo cigarrillo que le quedaba. Caminó hacia él con paso lento y firme. La última pareja de clientes que quedaba en la cafetería salían cogidos por la cintura, acaramelados, besándose a cada paso; les dedicó una mirada de soslayo al cruzarse con ellos.

– ¿Montoya?

Trataba de prender el cigarrillo con un mechero que no tenía gas, cuando él llegó a su altura. El hombre levantó la mirada. Montoya le tendía su encendedor de plata ofreciéndole fuego. El hombre aceptó. Después, fue cuando le interrogó para asegurarse de que él, un tipo vestido con una gabardina gris, era con quien se había citado en aquella cafetería.

–Sí, yo soy.

 Respondió y se sentó frente a aquel hombre mientras alargaba el brazo para coger la cajetilla de tabaco que había sobre la mesa. Se echó a los labios el último cigarrillo y, sin articular palabra, le dio fuego y echó la primera calada. Silencio. Otra calada. Observó por el rabillo del ojo cómo uno de los camareros barría el suelo al otro lado de la barra. Entonces, el hombre volvió a hablar.

–Supongo que me traerá lo acordado –el tono de su voz resultaba desagradable.

–Sí, claro. ¿Trae usted lo suyo? –respondió Montoya mecánicamente.

– ¡Qué coño lo mío! Yo ya he dado mi parte. Ahora son ustedes los que tienen que cumplir –respondió enojado.

No tenía ni la más remota idea de lo que estaban hablando. Se limitaba a seguirle la corriente a fin de ganar tiempo. Al menos, hasta encontrar el momento apropiado. Fue al cruzar un par de miradas cuando se fijó en la expresión de sus ojos –Montoya creía que aquella era el reflejo de la persona, que no dejaba lugar a engaño–; se le antojó de “peligroso cabrón”.

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⏰ Última actualización: Mar 21, 2014 ⏰

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