Cerré los ojos para evitar sus miradas.
Abrí mi alma para que entendieran, pero ninguno de ellos pudo ver lo que había en ella.
Termine tirada en el suelo llorando por todo lo que pudo ser y por todo lo que fue.
Grite en mi habitación sin oxígeno, sin aliento y aire.
Llame a mi madre, pero nunca contesto y me senté en la orilla de mi cama a vaciar mis tristezas abrazar mis decepciones me senté aquí como todos ustedes a esperar el cambio.
Un cambio que jamás llego y que a nadie le importo fue cuando me aferre a la orilla de mi cama sosteniendo con las uñas la tela de mis sabanas gritando de coraje para no caer tomando mi almohada de consuelo y llorando por cosas sin sentido.
"Todo mundo cae" me lo repito.
"No hay nada de qué avergonzarse" me recuerdo.
¿Pero cuantas veces he caído? ¿Cuántas veces he estado aquí?
"Muchas" me respondo.
Y con todas ellas aprendí una lección y con todas ellas prometí no volver.
Y volví, porque nada de eso importa porque nada de eso fue o es regrese aquí y descubrí que es donde pertenezco mi vida es un constante cambio de emociones, pero una que añora en las madrugadas donde todo es oscuro y el ruido monótono se vuelve ensordecedor es la soledad.
La fría y cálida soledad la que es callada y aguarda la que te mira y sonreí para después llorar la que vuelve en tus peores momentos y te abraza.
Ella es la única y eso está bien para mí, por ahora.