NUEVA ADQUISICIÓN

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Raúl no pudo evitar una sonrisa al ver su foto en el periódico. Era una buena imagen, con mejor definición que la acostumbrada en el triste semanario local. En la imagen se le veía a él, estrechando la mano de un tipo con uniforme de teniente de la Guardia Civil, y rodeados de otras "dignidades locales" como rezaba el empalagoso pie de foto, en la inauguración de una de las últimas exposiciones. Concretamente, "Reencuentro", una exposición fotográfica que culminaba el ciclo de actividades a favor de los antiguos emigrantes españoles que, tras toda una vida de trabajo en países sudamericanos, habían vuelto para pasar sus últimos años en la madre patria.

A Raúl, el joven encargado de la sala de exposiciones, no le importaba demasiado el motivo de la exposición, siempre y cuando hubiese alguna.

A sus veintidós años, el joven combinaba sus estudios en la facultad de Empresariales con el trabajo como encargado de la sala, que era una de las "iniciativas sociales" de la Caja de Ahorros donde su tío había trabajado durante veinte años.

Dejó el periódico sobre uno de los sillones que cubrían el rincón derecho de la sala, una larga estancia de techos altos y forma rectangular, con las paredes pintadas de blanco. Raúl era el encargado, lo que significaba que pronto debería pasar un fin de semana entero pintando de nuevo aquellas paredes. Bueno, le pagaban por horas, así que no había problema ninguno.

Siguió mirando la fotografía durante unos segundos. Vaya, cuantos polis a su alrededor. Cuanto inútil culogordo alimentado por los impuestos.

Cerró la sala (una vieja puerta de madera de doble hoja, que estaba algo hinchada y rozaba el suelo con un ruido como de uñas rascando pizarra), y encendió un cigarrillo. El patio del viejo palacio donde se situaba la sala estaba desierto, y el aire del invierno refrescaba sus pulmones y desembotaba su mente medio dormida. Le gustaba aquel ambiente; lo que antes fue un palacio, perteneciente a una de las acaudaladas familias de comerciantes de la villa, había sido reconvertido en un edificio habitable, que aglutinaba varios apartamentos en torno al patio central. En los antiguos sótanos, el ayuntamiento encontró lugar para varias asociaciones juveniles, las oficinas del periódico local, una pequeña biblioteca cuya bibliotecaria nunca estaba presente, y la sala de exposiciones. Ahora ni un alma se movía en el patio, porque todos los trabajadores y vecinos estaban descansando, supuso Raúl. Menos él, claro.

"Alguna ley debería prohibir el trabajo los domingos", se dijo, como cada domingo por la mañana. En fin, la exposición estaba clausurada, y sólo faltaba pasarse aquella tarde un rato descolgando las fotos de sus marcos y guardándolas en las cajas acolchadas antes de que el lunes los chicos de la empresa de transportes pasasen a recogerla y trajesen las nuevas. Otro día, otro duro.

Por la tarde, Raúl consiguió que uno de sus amigos, David, le acompañase a la sala para ayudarle a desmontar la exposición. David, desde luego, no le ayudó por simple solidaridad (carecía de toda empatía con el género humano, del que a veces parecía apartado por años luz), sino por aburrimiento. El resto del grupo de amigos no habían salido aquella tarde. El cielo gris sucio, el frío y la amenaza de lluvia les desanimaron casi tanto como la resaca que sufrían todos ellos.

-¿Y no visteis a las tías del otro sábado? –preguntaba Raúl.

Su amigo sacó dos cigarros de un arrugado paquete blando, les enderezó suavemente deslizándolos entre sus dedos y pasó uno a Raúl, negando con la cabeza.

-No, pero casi mejor –encendió el cigarro, aspirando con fuerza-, porque ya llevamos cuatro findes con ellas, tío.

Raúl sonrió. Aquello casi podría considerarse una relación, para algunos de sus amigos. Algo que no se les daba bien.

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