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[Vernon POV]

Escuché una obscenidad y me detuve. Sentí un aire frío, amenazante, horriblemente incómodo, como si alguien rozara mi garganta con una navaja estando yo atrapado contra la pared. Me detuve y quise gritar, sintiéndome atacado, indignado, mutilado, sintiendo mi humanidad arrancada de tajo.

La sensación de frialdad ya había desaparecido, dejando atrás un par de sollozos tan lastimeros que algo en mi pecho se encogió. Me quedé otro rato, quieto. Pensé, por un segundo, y más por conveniencia moral, que todo lo había imaginado. No fue así. Escuché risas burlonas que se alejaban junto con el zapateo insistente de todo eso que se llama humano por una mera formalidad. Suspiré. Conté hasta diez. Continué.

Fue revisando clase tras clase. Unos los encontré cerrados, otros quietos, muertos, con sus almas desperdigadas y libres, vagando lejos, por toda la ciudad. Quedaba el eco de las quejas y los lamentos, y los gritos «¡Otra vez no trajiste la tarea!» ¿Cuántas vidas habían iniciado su final ahí? Llegué al salón de arte, pasé al de música, a la par estaban los servicios, adornados por esos muñequitos falsos. Ingresé en el de varones. Los sollozos eran más fuertes.Había un chico ahí, tal vez de dieciocho o diecinueve, era hermoso, aunque su estado no era el mejor. Tenía una ceja partida de donde caía sangre, moderadamente, como lágrimas espesas. El labio, también partido, temblaba ligeramente. La camisa del uniforme tenía roto el bolsillo, y casi todo él de pies a cabeza estaba mojado. Su primera reacción fue de temor, de vergüenza. Volteó la cabeza, se encogió más en sí, buscando protegerse. Era un poco mas "gordito" de lo normal, eso lo hacia más especial.—Te llevo a casa —le dije. Revisé el bolsillo de mi pantalón, la llave del seguro de mi bicicleta seguía sana y salva ahí.—Estoy bien, gracias.El miedo seguía en su voz. Todo su cuerpo era una gran masa de miedo y de dolor y de desesperación e impotencia. «La gente es idiota —pensé—, la gente que lastima a otra gente es la más idiota de este planeta".

Me acerqué, él intentó alejarse, pero no había más espacio para hacerlo. Me senté a su lado, no dije más nada, sólo me quedé con él. Pasado no sé cuánto tiempo comenzó a temblar. La poca seguridad fue desapareciendo. Retenía algo, con fuerza, al mismo tiempo que con la misma fuerza trataba de dejarlo salir.

—No puedo llegar así a casa —soltó al fin —, no otra vez.—

—¿Quieres quedarte en la mía?—Me miró con asombro.

Sus ojos se iluminaron. No nos conocíamos mucho. La piel se me erizó, mi corazón retumbó secamente. Relamí mis labios, me ordené el cabello .Dejé escapar una sonrisa cuyo reflejo apenas alcancé a notar en los labios de ese muchacho.Cuando fuimos por mi bicicleta, ya casi todo estaba oscuro. No se escuchaban ni risas burlonas ni gritos inquietos. No había ni un tan solo coche en el aparcamiento, y las ventanas de los distintas clases parecían esconder los espectros de los alumnos condenados por las matemáticas y las letras. Me subí y lo invité a hacer lo mismo.

—Agárrate bien —le recomendé.

Sus temblorosos brazos me rodearon la cintura. Sentí paz. Y comencé a pedalear.El viento de noviembre era frío. Los árboles se tambaleaban al unísono, al compás del constante siseo del viento. Los autos transitaban a prisa, buscando sus casas y lo que los esperaba dentro de ellas. Las luces de los locales comerciales destellaban con los colores de esa festividad que todavía no llegaría. Mi cabello revoloteaba, rebelde, no lo amarré antes de comenzar a pedalear, como siempre lo hacía. Sentí el cálido aliento del muchacho contra mi espalda, y la fría humedad de su camisa. «Hay que pasar por la farmacia —pensé».
Me detuve. Lo dejé afuera cuidando la bicicleta, compré lo adecuado y al salir le pregunté si se le antojaba algo: un dulce, un helado. Negó tímidamente, como si tantas atenciones le hicieran sentir vergüenza de sí mismo y su incapacidad para defenderse. Metí las cosas en mi mochila, la que presioné contra mi pecho, y monté la bicicleta.
Ya había anochecido por completo. Sólo podía pensar en que ojalá mamá hubiera hecho suficiente comida. «Debí avisarle». Pero siempre podía salir a comprar, así que no seguí pensando en ello. También pensé en que cómo se iba a tomar mi madre la visita.Introduje la llave en la cerradura y abrí la puerta. Me recibió el olor del pollo frito.

Found Me - [Verkwan]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora