Eran las diez de la mañana, no había mucho que hacer. Tanteé el suelo bajo mi cama, con mi pie izquierdo, y al mismo tiempo, debajo del armario sueco con mi mano derecha, mientras aplastaba mi cabeza contra el acolchonado colchón. Y valga la redundancia, ya que siempre en mi vida había tenido colchones extremadamente duros, pero me había ganado ese hacía un mes atrás, en un acertijo de radio. Logré palpar con mi frío y casi insensible talón del pie, una de mis ojotas azules. No logré dar con la otra, así que sumergí mi cabeza en ese mar de sábanas caídas, pelusas y recuerdos "para no tirar", pero que no valen la pena como para echarles un vistazo. Realmente para algún insecto que pasara por allí, yo debí de parecer una especie de suricata, asomándome a vigilar la zona. Pero no hubo caso, la otra ojota no quiso darse a aparecer. Entonces me percaté de que hacía tres días que no la encontraba. Husmeé en el repartimento de abajo en mi ropero, y di con una sandalia de cuero que, al igual que la ojota, era para el pie izquierdo. Hice un amague para mirar la hora, pero entonces vi que no tenía mi reloj. Una lástima. No es que fuera carísimo, ni nada especial, pero daba pena saber que era viejo, y nunca iba a encontrar uno igual. Me reproché por dentro no pasar por el baño para lavarme la cara y los dientes, pero realmente tenía mucho sueño. Bajé la escalera casi en caída libre, centralizando casi todo mi peso en mi brazo derecho que se aferraba a la baranda casi por casualidad, e iba produciendo un sonido agudo espantoso al ir frotando con el barniz que protegía a la madera. Enseñé mis dientes a la pared verde amarillenta despintada, como un reflejo que me quedó de no querer despertar a la mañana a los demás, cuando no vivía sólo. Sufría al hacer ese sonido, rajando el velo del silencio de forma tan brusca y violenta. A medida que llegaba a los últimos escalones, ya podía observar la silueta de mis pies descalzos, reflejados en el espejo del hall de entrada. Estaba enmarcado con una madera dura pero a la vez daba sensación de aireada, con formas como de serpientes, pero la verdad es que nunca le presté demasiada atención de lo que intentaba representar, si es que realmente lo intentaba. Al llegar al suelo, me encontré ante un hombre de aspecto desgarbado y descuidado, con unos ojos color pardo, los cuales parecían intentar pedir ayuda silenciosa y desesperadamente, atrapados bajo esos párpados pesados y muertos, que no sabían más que caer. Sus cabellos, totalmente desordenados, no seguían ninguna lógica ni sentido, amontonados aquí, suelto allá; se habían olvidado de proteger a la totalmente descubierta frente, cuyas arrugas casi rectas le daban un aspecto penoso, y al mismo tiempo recio, como el de algún escritor en prisión, dominado por la locura y no por el tiempo. Su barba parecía un helecho marchito. Froté el espejo con el lateral de mi mano derecha, y me enderecé el cuello. Mis tostadas ojeras, ocasionadas por haberme acostado tan tarde, no me ayudaban en absoluto, a dar una buena imagen. Entrecerré los ojos, para enfocar mejor la mirada en mi propio reflejo. Me distraían todos esos papeles encajados contra el marco del espejo, que amenazaban con algún día taparlo por completo. ¿Muchas cosas para hacer? Sí, pero realmente nada sucedía si no las cumplía. Realmente eran esas cosas que tristemente uno siempre puede ir barriendo con la escoba hacia adelante, hasta el fin del camino. Y entonces uno recién allí se entera que hubiese sido más lindo el viaje sin andar llevando eso delante. Pero yo las anotaba igual, y las guardaba allí, como si eso fuera mi granito de arena para con mis responsabilidades, y efectuarlo en sí, fuera cosa de la Providencia. Tosí dos veces, ronca la primera, y seca la segunda, para la tercera recién llegó mi mano a atinar a tapar mis fauces, pero la verdad no se atrevió a aparecer.
Acaricié el tubo telefónico, celeste mezclado con gris. Bah, muy probablemente fuera pura mugre. En realidad ni siquiera tenía forma de tubo, y, que yo sepa, todavía sigue sin tenerla. Mientras tanto, entretuve mi mano izquierda enredando mis dedos índice y pulgar con el cable enrulado, que era un tirabuzón de mediano grosor, un poco estirado en algunas partes. Me asomé al cuarto que hacía las veces de comedor, cocina, y habitación de descanso. Entrecerré mis ojos hasta observar bien el reloj en la oscurecida habitación. El minutero marcaba casi el número cinco. Pero se había pasado uno o dos minutos. Perfecto "y veintisiete". El secundero, color plateado brillante, pero con una pequeña parte oxidada, giraba como si no hubiera un mañana. Era realmente lo más vivaz que habitaba en la casa. Era de esos relojes cuyo secundero no va frenando en cada esquina ni estación, sino que recorre toda la circunferencia a velocidad injuzgablemente constante. Lo cual da una aparentemente inexplicable sensación de que el tiempo pasa más rápido de lo normal. Pero, en fin. Por más que intenté dar con la aguja que señalaba la hora, no estaba. Se había esfumado, o sino no había otra explicación. No es que me acerqué, toqué con mi nariz el vidrio del reloj, lo empañé, embabé, agité, y luego lo abrí para verificar que no estaba la aguja, pero la verdad sí podría jurar, que en la imagen que llegó a mis ojos, no existía aguja alguna. Bueno, sin tener en cuenta a las de los minutos y segundos, y las del costurero que daba la casualidad que se encontraba justo apoyado en un mueble cercano.