De a poco los pasos se iban dando y un pie que tímidamente se levantaba para dar movimiento al tiempo, que corría en el reloj mental que nos activa el cerebro, acrecentando su velocidad iba contagiando al otro; lo ideal era llegar a destino habiendo podido desestructurar con cada sentido uno por uno lo momentos planteados y que al final del camino no haya sido en vano todo lo vivido si no, más bien, que haya(mos) aprendido no solo aquello que estaba pactado sino también todo esto por lo que estamos atravesando. (Y nos atraviesa)
A veces pasa que el viento sopla lento y aunque solo acompañe el trayecto y en vez de viento fuese un río, plenamente debería confiar en el destino que me depare aquel curso de agua. Esque no es cuestión de apurarse solo porque algo atrás o en su inmensidad nos precione. Puede que sea viento o sea río, lo ideal es que sepamos llegar al final, sintiendonos motivo por el cual el tiempo corrió.
Lo que pasa por la mente cuando encaramos aquello que decidimos puede que sea, mal o bien, un conjunto de intenciones ocultas y diferenciadas entre lo vivido y las circunstancias. En la medida que avancemos y a todo esto le demos un sentido, vamos a cambiar el parecer fijo que nos propone eso que llamamos tiempo.
Si el tiempo llegaria a destino entonces que pasa después con aquel viento? Y si llegaría a ese supuesto destino, ¿llegaría a tiempo o el tiempo llegaria a destino? Y si midieramos cada risa en lugar del espacio en que se desplaza un pedacito de lata, girando a 360 grados sobre el mismo eje que no representa más que esos lugares fijos donde perdemos recorrido.
Porque repentinamente todo cobraría un valor, si en lo cotidiano de la vida podríamos establecer un sentido. A todo esto, a todo eso, a esto y lo otro, un sentido al fuego y uno al calor que se comprime entre los dos. Un sentido a la escucha y a no privarse de que lo escuchen. Un sentido a la luna y otro a quien la mira. Un sentido al sentir y uno a lo que sentimos. Uno al dedo y otro a quien es señalado.
