The Titan Goddess and the Human Queen

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En algún lugar bajo las estrellas, la encontró. Estaba sola en medio de un desierto de arena al que le gustaba vestirse de blanco. Miles de flores níveas decoraban el suelo sobre el que se cimentaba el mundo. Pero allí no había nada de ese mundo del que tanto hablaba la gente, ese parecía estar muy lejos. Allí solo estaban ellas, el silencio y la noche.

Se acercó descalza, sintiendo el rocío del viento acariciarle los pies. Una brisa fría traía el sosiego de un sueño de libertad. En algún lugar de aquel pequeño universo, alguien componía una canción adecuada para el momento. Un susurro creador de baladas; un cello que silbaba como si rasgasen el ocaso en sí; un piano que hacía temblar la humedad de la noche, una gota tras otra, temblando como pequeñas esquirlas de tiempo.

No apartó la vista de ella en ningún momento. Desde la distancia podría verse como una silueta recortada contra las estrellas se acercaba a otra, quieta, a su vez recortada por la luna. La de aquella noche era llena, cargada de suspiros de alivio y de nostalgia. Al fin eran libres, al fin vivían por ellas mismas. Jamás volverían la mirada atrás, allí donde se encontraban los fuegos de la humanidad, alimentados por su codicia, su avaricia. Aunque, a pesar de todo, les aliviaba la piel el pensar que cada gota de sangre que había salido de esa misma, era para poder llegar a ese momento. Los parpadeos de horror que habían tenido que presenciar. Todo las acercó allí.

Cuando ambas figuras quedaron engullidas por la luz de la luna, esta se atenuó. La penumbra de su pasado las envolvía, pero había algo que se oponía a eso. Cada paso más cerca que estaban, su pecho relucía un poco más. Y, una vez solo estuvieron a dos pasos, ella se detuvo y la esperó. Parecía dormir. Sujetaba una rosa negra muy cerca de la cara, como si la estuviese oliendo. Cuando la recién llegada se hubo detenido, alzó la vista y se levantó. Posó sus ojos en los suyos y cualquier mundo tembló bajo la fuerza del sentimiento entre ellas dos. Dejó que la rosa se colara entre sus dedos y cayera con lentitud, como si flotara. En cuanto los pétalos negros rozaron los blancos, el infinito desierto de nieve se volvió oscuro, mero reflejo del firmamento. Las estrellas en seguida quedaron eclipsadas por otra luz y algunas incluso bajaron al suelo nocturno como luciérnagas naranjas que ardían sin consumirse.

Y aquella luz, aquella que sepultaba los cimientos de mundos olvidados, aquella que convertía la nieve en noche, que eclipsaba a la luna y hacía arder las estrellas. Sí, era la luz de dos corazones que latían en armonía, un pálpito seguido de su complementario. La luz de dos personas que se unen como solo las almas saben hacer.

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