Mi nombre es Benjamin Thomas. Como, bebo, duermo, como cualquier hombre. Mi pasión es escribir. Escribo cuentos que no terminan con palabras. Éste es uno de ellos: Un cuento, que, al igual que muchos otros de mis relatos, no está terminado. Pero está por terminar:
El hombre llegó a su casa y abrió la puerta: las paredes estaban cubiertas de estantes repletos de libros y documentos. Había una gran mesa en el centro donde innumerables papeles y archivadores se hallaban revueltos. En el centro de la mesa se distinguía la foto de un anciano, y otra, poco clara, del perfil de una persona. La del anciano tenía escrito el nombre "Jorge Neira" en una esquina, el cual coincidía con el título del cuaderno al lado de la foto. Éste rezaba: "La última aventura de J.N". Al otro lado de la mesa, pegada a un cuaderno negro sobre el cual la foto del perfil reposaba, una etiqueta desgastada con la palabra "pendientes" escrita en mayúsculas se asomaba entre los papeles que la cubrían.
El hombre cogió la foto del perfil. La carga emocional del momento era evidente: sus pupilas mostraban la intensidad de las emociones mezclándose. Había admiración en ellas, pero a la vez una agudeza fiera que no tardó en convertirse en perversidad. Se la llevó a la nariz: la olía. La olía como si fuese un perfume. La volvió a contemplar: la acariciaba con sus dedos. La acariciaba con delicadeza, como si fuera oro; o mejor dicho, porcelana; como si fuera algo de mucho valor que debe ser tratado con sumo cuidado. Pero algo interrumpió su contemplación: alguien tocaba la puerta. Un sentimiento de cólera le atacó súbitamente; un deseo, una determinación por hacer daño, por hacer sufrir. Cada vez que la sentía, tan fuerte como ahora, la inspiración se apoderaba de él. El ansia, las ganas, el deseo de escribir. Abrió la puerta:
-Señor ¿quiere comprar unas rifas para ayudar a los niños del hogar Santa Anita?
-Me vas a disculpar, estoy sin plata... Tal vez otro día. ¿Cómo te llamas?
-Francisco Viñas.
Francisco Viñas... ¿podría ser esa su siguiente historia? ¿Las plegarias de Francisco al rey? Puede ser. ¿Francisco y la caja de madera? Tal vez. Pero esa ya es otra historia. Sigamos con la nuestra:
El hombre cerró la puerta. No tenía tiempo para idioteces. Muy pronto terminaría una nueva historia... Si es que se apuraba. Sí, tenía que terminarla pronto, llevaba ya varios meses desde que la comenzó. Aunque era corta, había sido muy trabajosa...Y solo le faltaba el final.
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Un sentimiento de ansia invadió al hombre al llegar a su destino. Era, pensaba él, lo que sentían los autores famosos al escribir el final de una novela. Pero realmente, lo que sentía se parecía más a lo que siente una persona al escribir el final de una vida. De una vida odiada, de una vida no deseada...
Bajó del carro: no había prisa. Conocía todos los movimientos de la persona. La había observado varios meses ya. Sabía dónde vivía, por dónde se movía, con quiénes andaba, cuándo salía, a dónde iba, a qué le temía, qué le gustaba, qué no le gustaba... sabía quiénes eran su familia, sus amigos, y lo más importante, sabía dónde estaba en este momento.
Empezó a caminar. El aire llenaba sus pulmones y, por alguna razón que incluso él desconocía, lo llenaba de un extraño sentimiento de extraordinaria satisfacción. Contaba sus pasos: uno, dos, tres... cien, ciento veinte, ciento treinta...doscientos, trescientos, cuatrocientos...mil. Paró. Al parecer, sus cálculos eran correctos. ¿Cómo no serlos, siendo él tan perfecto? Se encontraba a diez centímetros detrás del escondite preparado. A diez centímetros de la única barrera entre su personaje y él. Podía sentirlo. Lo sentía más vivo que nunca; era una de sus partes favoritas del proceso de escribir historias: sentir los latidos de los corazones acelerarse. Sentir las respiraciones regulares: inhala, exhala; una respiración lenta, pero cautelosa; una respiración lenta—o ya no tanto—pero nerviosa.
Miró su reloj: las agujas avanzaban lentamente. Ya era hora; sí, ya era hora. El lugar donde reposaba el sujeto no era seguro. Había una ventana delatora, una rendija infiel, o simplemente no había paredes tras las cuales resguardarse
—¡que cómica ingenuidad!—; el lector decide.
El hombre, inundado por una emoción macabra, echó un primer vistazo a su víctima ¡Allí estaba! ¡Allí estaba esa persona que tanto había visto en fotos! ¡Ahora era real! ¡Era perfecta! ¡Sí, era igual! Vio su reloj otra vez. No, no se había equivocado. A esta hora, el individuo estaría leyendo. ¿Qué leería? ¿Una carta? ¿Una revista, tal vez? ¡Ja! No lo creía.
Se agachó otra vez y abrió su mochila. Sacó sus herramientas y la historia. A ver... ¿cómo era? Cierto... entonces debía usar... ¿el cuchillo? ¿el hacha? ¿la sierra? ¿tal vez el machete? ¿o la pistola? No, la pistola no. No tiene gracia, pensó. Elegir el arma era una parte muy importante del procedimiento. Era como... era como elegir la última palabra de un libro. Cada una es especial. Cada una le puede cambiar el significado a toda una historia. Un cuchillo, es un final clásico, donde se aprecia el sufrimiento y el dolor de la víctima lentamente... Se puede oír el último suspiro, se puede apreciar cada detalle de la frontera entre este mundo y el otro... El hacha está destinada al cuello. La función del hacha es decapitar. Se decapita cuando... el decapitado es algo tan... artístico. La separación de la cabeza del cuerpo es algo simplemente extraordinario. Muy pocas mentes lo saben apreciar. La sierra se usa para matar a la víctima separándole los brazos, las piernas, y la cabeza. Es...un nivel superior al hacha. Pero no es el arte el propósito de ésta: se usa para reflejar inteligencia. Y el machete. El machete hace sufrir. Pero no con dolor: con el machete se juega. Se juega a asustar a la víctima, y cuando el susto está a punto de matarla, tú te adelantas, y le haces el favor.
Ahora sí lo tenía claro. El arma que había elegido era simplemente perfecta. Sus latidos se oían cada vez más fuertes. Su sed de sangre aumentaba rápidamente, pero él sabía que la paciencia era indispensable. Le echó un vistazo a su víctima de nuevo. Estaba concentrada en su lectura. ¡Qué ingenua, por Dios, no tiene ni idea! El hombre soltó una carcajada silenciosa. No podía creer el nivel de estupidez al que la humanidad era capaz de llegar... ¿por qué no eran todos como él?
Había llegado la hora. El corazón del hombre latía muy fuerte y rápido. Sus ojos tenían un brillo endemoniado que revelaba locura y una emoción enferma, verdadera y desbordante. Sudaba, y llevaba dibujada en su cara una sonrisa que asustaba. Sostenía en su mano derecha el arma, y poco a poco se iba acercando. Estaba cerca, muy cerca, pero aún así, su víctima, su preciosa, estúpida, perfecta, ingenua, adorada, impotente víctima, seguía ignorando su presencia. Ansia y gloria era lo que sentía. Este era el momento. A la cuenta de 10: uno...dos...tres...¡vamos! ¿por qué no cuentas conmigo? Cuatro...cinco...seis...
Y aquí termina lo escrito. El hombre soy yo, Benjamin Thomas. Y esta historia, como dije antes, no termina con palabras. Termina contigo. Y tú estás a punto de terminar con ella.
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Final inconcluso
Mystery / ThrillerMi nombre es Benjamin Thomas. Como, bebo, duermo, como cualquier hombre. Mi pasión es escribir. Escribo cuentos que no terminan con palabras. Este es uno de ellos: un cuento, que, al igual que muchos otros de mis relatos, no está terminado. Pero est...