Prólogo

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El inicio del invierno estaba cerca, era nuestra última oportunidad para visitar la mina Camino perdido ; una mina abandonada al norte de México en el año de 1997, que más tarde fue restaurada para usarse como exhibición turística. Por medidas de seguridad se encontraba cerrado durante el invierno y con el clima tan extremo que nos asechaba en los últimos años, también se encontraba cerrado durante los inicios de la primavera.

Desde que era una niña mi abuelo me contaba historias de su trabajo en la mina; como día a día sobrevivían con el pago de lo poco que sacaban. Mis historias favoritas eran en las que hablaba sobre pequeños hombrecitos con la piel color violeta y unos ojos tan grandes color ámbar; salían de la mina y se llevaban a los trabajadores, había hombres valientes que querían buscar el escondite de las extrañas criaturas, pero al hacerlo desaparecían y nadie volvía a saber de ellos. A sus familias se les avisaba que sus familiares habían fallecido durante las excavaciones y sus cuerpos no se podían recuperar. Ellos nunca se enteraron de la verdad o simplemente no querían aceptarlo.

—¡Mariana! —gritó mi hermano Diego desde el auto.

—¡Ya casi estoy lista! ¡solo un segundo! —tenía media hora tratando de cerrar mi maleta, pero el resultado era nulo.

—Dame eso, tu hermano nos matara si no subimos al auto ahora mismo. —dijo Tomás. Me quito la maleta de las manos y de un solo movimiento logró cerrarla.

—¡Al fin! —gritó Diego cuando nos vio salir de la casa. —¡Mamá!

Después de un último chequeo a la casa, mi madre subió al auto y por fin nos pusimos en marcha.

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Después de cinco horas, por fin divisamos el camino que nos conduciría a la mina. Según las indicaciones que nos dio el señor que encontramos al llegar a Ost-Wald solo teníamos que seguir aquel camino y pronto llegaríamos.

—¡Es allí! ¡Mamá, es allí! —gritaba Diego cada vez más emocionado.

La mina contaba con un amplio estacionamiento en el cual se encontraban pocos autos, el señor nos había informado que esta temporada no había muchos turistas, para nosotros era mejor, así podríamos disfrutar más del paseo.

Después de dar varias vueltas al estacionamiento, mi madre encontró un buen lugar cerca de la entrada. Al bajar del auto Diego salió corriendo ignorando las señales de precaución que se encontraban por todo el lugar.

—Tranquilízate Diego, puedes lastimarte —le dijo mi madre a Diego al mismo tiempo que se dirigía a mí. —Vigílalo mientras voy a comprar las entradas.

Tomás y yo bajamos las maletas mientras Diego seguía corriendo, solo que ahora no se alejaba de nosotros, el verlo moverse demasiado comenzaba a ponerme nerviosa. Desde un principio creí que este lugar me daría tranquilidad, pero algo en el ambiente me hacía sentir lo contrario.

Después de unos minutos mi madre regreso con cuatro pulseras para poner en nuestros brazos como muestra de que teníamos permitido acampar en la zona. Caminamos por algunos minutos y encontramos un buen lugar para armar el campamento, el cual terminamos a tiempo para dar una vuelta antes de que oscureciera. Lo que no esperábamos era que aquella noche uno de nosotros no iba a regresar y las historias del abuelo por fin iban a cobrar importancia, no sólo para mí.




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