Amalia se levantó y se miró al espejo. Vió sus azules ojos que le miraban, rodeados de las arrugas que el tiempo se encargaba de ponerle, pero sin perder la chispa que tenían en su juventud.
- Otro día igual.- se dijo- Al menos espero que salir con Rosa cambie la rutina del día.
Había quedado con su amiga Rosa para pasar el día en el centro comercial y hacer unas compras. Amalia había pasado una temporada un poco baja de moral, tras la muerte de su marido, pero había que empezar a cambiar, y tras la lata que le daba Rosa, pensaba que ésta tenía razón y empezar a salir. Bastante tiempo había estado recluida en casa, aunque le iba a costar bastante el cambio.
Se duchó y se puso su bata rosa de satén. Se hizo un café y mientras esperaba a su amiga, lo tomó recordando cómo había sido su vida con Arturo. Era un hombre de su época, un poco machista, pero entonces todos eran igual, al menos los que ella conocía. Muy trabajador, eso sí, y guapo; tan guapo y alto que todas sus amigas le tenían un poco de envidia cuando él se fijó en Amalia. Arturo también gustó a sus padres. Era un buen partido, simpático y con él nunca le iba a faltar nada a su única hija. Poco a poco se fue ilusionando con él, pero en realidad nunca llegó a estar locamente enamorada.
Pero el amor era eso ¿no?: amistad, comprensión y dedicación al hombre que te había puesto la vida en tu futuro. Al menos, eso creía Amalia puesto que Arturo fue el único hombre de su vida, aunque no entendía por qué decían que estar enamorado era como tener mariposas en el estómago. Ella nunca había sentido algo así, ni siquiera en sus primeros días de noviazgo.
Empezó a salir con Arturo un verano cuando tenía dieciseis años, era guapo, muy guapo, simpático y muy agradable. Era todo un conversador y eso es lo que le encandiló. Además era el único hombre que había puesto interés en su persona. Amalia no era guapa, pero tenía unos ojos azules preciosos y con una chispa de luz que los hacía irresistibles. Su pelo, que un día fue castaño (hoy ya gris por el paso del tiempo y el descuido personal de la última etapa de su vida), llamaba la atención en su juventud por la cantidad de rizos que caían a lo largo de su espalda como si fuese una cascada.
El timbre de la puerta la sacó de sus recuerdos.
- Hola Rosa.
-¿Aún estás así? Cámbiate y nos vamos ya. Además, vamos a pasar por la peluquería del centro comercial. ¿Has visto qué pintas llevas? ¿Cuánto tiempo hace que no te tintas el pelo? Esas canas te hacen más vieja.
- Y ¿Qué es lo que soy?- dijo Amalia mirándose en el espejo de la entrada.
- Una mujer madura, no una vieja.
- Claro, lo dices porque tenemos la misma edad.- rió Amalia dándole un afectuoso abrazo a su amiga.
- Si, y pareces mi madre. ¿Tú te has mirado al espejo?
Rosa la cogió del brazo y la llevó a su cuarto. Abrió el viejo armario de roble y empezó a rebuscar entre su ropa.
- Creo que necesitas un cambio de imagen. Ya está bien de vestir de negro, quítate el luto ya, ¿no te parece que ya hiciste bastante por Arturo en vida? ¿Es que también te vas a enterrar tú?
- Era mi marido y el padre de mis hijos. Le quise y le he cuidado toda la vida como nos dijo el sacerdote el día que me entregué a él: "hasta que la muerte los separe". Y no olvides los 10 años que duró la enfermedad. Tú sabes mejor que nadie cómo lo cuidé.- replicó Amalia enojada.
- Y por eso mismo, ahora tienes que cuidar de tí, empezar a cambiar de manera de pensar y volver a vivir. Ya hace más de un año que murió Arturo y ya es hora de que empieces a pensar en tí misma- dijo su amiga acariciándole la mejilla.