La puerta del infierno

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No tenía amigos, ni los quería. Aerex disfrutaba de la soledad más que nadie en el mundo, no tener que preocuparse por nadie, no tener que dar explicaciones a nadie, ser su propio amo y señor, ser libre, eso era en lo que pensaba.

Acababa otro día de clases y por la ventana nubes de tinta amenazaban con la que parecía que iba a ser la primera tormenta del otoño. Aerex no iba a volver a casa aún, ni, aunque el mismísimo diluvio universal fuese a caer aquella tarde, tenía pensado ir a su lugar favorito en el mundo, la vieja fábrica abandonada al otro lado del río, al único lugar al que podía llamar hogar.

Al salir del instituto se puso la capucha de su chupa, se caló la braga negra hasta los ojos, se montó en la bici. Sintió que alguien le observaba, la misma chica de siempre, de la otra clase de su curso, con la que nunca había hablado, pero sentía una extraña conexión hacia ella, la chica rara de la otra clase, su equivalente e igual, cualquiera hubiera pensado que habrían sido los mejores amigos, dos chicos solitarios que no encajaban en el instituto, y sin embargo, para dos personas como ellos, el mero hecho de mirarse resumía todo, se reconocían, sabían lo que eran y las posibilidades, pero ambos eran tan inseguros como para no poder dedicarse más allá de un gesto con la cabeza. Cruzaron la vista un segundo y él partió hacia la fábrica.

Al llegar, escondió su bici entre la maleza. Juncos, arboles, un espeso follaje rodeaba la vieja fábrica, la cual se encontraba al final de un sendero casi oculto, que el tiempo y la naturaleza se habían encargado de ir ocultando poco a poco, hasta que solo trozos de pavimento aquí y allá conducían hasta la entrada de la vieja fábrica. Haciendo difícil llegar allí, por eso gustaba tanto a Aerex, siempre encontraba allí su ansiada soledad.

Aerex había encontrado aquel lugar hace tres años, algunos meses después de la muerte de su madre. La madre de Aerex había muerto de una extraña enfermedad que había segado su vida en cuestión de semanas, desde aquel día en el que, mientras enseñaba a su hijo a tocar el piano después de las clases, se había desmayado de repente. Aerex salió corriendo a buscar ayuda a la casa vecina. Su padre estaba en el taller reparando el camión con el que trabajaba y no escuchó el móvil hasta que, cuando iba a volver, recibió la llamada del hospital. Los médicos hicieron mil pruebas a la joven Sara, que no llegaría a cumplir los 37 años, pues meses después, a unos días del cumpleaños del propio Aerex, se apagó la luz de la persona a la que más quería el joven muchacho, no solo por ser su madre, si no por cómo era su madre, buena, atenta, inteligente y quien enseñó a Aerex lo maravilloso del arte; ya fuese música, pintura, fotografía... su madre le había enseñado a tocar al piano, el maravilloso universo del carboncillo y las sombras, la diferencia entre ver y mirar el mundo a través de la vieja cámara analógica de su padre. El padre de Aerex no había superado aun la muerte de su mujer y apenas paraba en casa, aceptando cada encargo que podía para subirse a su camión y alejarse del dolor, enfermedad que su hijo había heredado, pues la casa en la que habían vivido los tres parecía vacía y oscura sin Sara, pero donde cada rincón de la casa emanaba los recuerdos de esta y abría las heridas siempre tiernas de los dos hombres. Una noche Aerex sintió que no podía pasar un segundo más en aquella casa, una madrugada de invierno fría y oscura, con la luna llena brillando como un farol; Aerex cogió su bici y partió sin rumbo, acabó en un viejo camino que se desviaba de la carretera que atravesaba el rio y encontró una estampa que lo atrajo, una vieja carretera con una farola que brillaba levemente al final de un camino invadido por la maleza. A la derecha del camino distinguía entre las zarzas el brillo metálico de una valla, que cercaba un enorme edificio negro en la noche, pedaleó hasta la farola que iluminaba la entrada al lugar, una puerta vieja y oxidada, rota y medio abierta ofrecía una estampa propia de una película de terror, pero Aerex había nacido con el don de la curiosidad, y hasta que esta no se satisfacía, no había manera de pararle. Entró en la oscura y vieja fábrica con la única luz del flash de su teléfono, iluminando muros y puertas cegadas con ladrillos y cemento, recorrió el lugar hasta llegar al final donde unas escaleras descendían a un pozo negro donde los peores seres de las peores pesadillas debían estar esperándole para comerle vivo, una oscuridad absoluta donde la imaginación volaba hacia estampas de ojos brillantes y voces susurrantes con la voz de su madre lo llamaban por su nombre, pero no ocurrió nada de eso, alzó la improvisada linterna y apuntó a aquel lugar, mientras el corazón le latía en las sienes y el sudor que nada tenía que ver con el frio absoluto de la noche resbalaba por su frente. Una puerta negra, brillante, metálica, con un candado de algún metal frío cerraba lo único que había más allá de las escaleras, Aerex descendió las escaleras y alzó la mano para tocar la puerta, y su mente solo podía plantear una pregunta, que habría detrás de una puerta tan segura como aquella, y, sobre todo, que hacía aquella puerta en una fábrica vieja y abandonada. El metal estaba frío al tacto, apenas llevaba un segundo su mano sobre la puerta cuando sintió la extraña sensación de que había algo detrás que había sentido su presencia. Aerex se acercó lentamente y acercó su oído a la puerta. Algo tras la puerta siseó. Un golpe con una fuerza sobre humana golpeó la puerta y Aerex cayó al suelo, durante un segundo se hizo todo oscuro y de repente abrió los ojos y estaba en el sofá de su casa. Estaba vestido como cuando se había ido, no recordaba cómo había llegado a su casa, veinte minutos más tarde estaba de nuevo en la fábrica, que a la luz del día solo daba una impresión de abandono, polvorienta y vacía, recorrió el camino hasta el final, pero donde debería estar la bajada a la puerta negra no había nada, un suelo polvoriento y ninguna salida, suspiró aliviado, pensando que quizá aquello había sido un sueño, aunque no recordar la vuelta a casa le preocupaba. Inspeccionó el lugar, pero solo encontraba habitaciones prácticamente vacías, llenas de polvo y alguna con algún mueble o algún trozo de chapa, sin embargo, en una habitación al entrar, descubrió un pequeño resquicio en una pared, lo suficientemente ancha para que pudiese entrar por ella una persona delgada, y, pasando por ella, una habitación más pequeña, que alguna vez debió ser el despacho del mandamás de la fábrica. Las paredes estaban recubiertas de una madera clara, vieja y en algunos sitios enmohecida, pero en bastante buen estado en general, había una ventana con un cristal roto, una pequeña chimenea cerca de la ventana, una estantería grande y pesada y, lo mejor, un viejo butacón, que, aunque tuviese la piel rota, podía ser cómodo cuando lo arreglase, quizá con una toalla vieja. Aerex se emocionó, pues aquel lugar, tan alejado de todo, podría ser un lugar donde poder pasar más tiempo que en aquella casa llena de recuerdos. Por la ventana se veía el río y el polígono, la fábrica estaba cerca de donde su padre guardaba el camión cuando volvía a casa y lo mejor de todo y que acabó por convencer a Aerex, el bar del polígono era lo más cercano que había a la habitación, y quizá con suerte, llegase el Wi-Fi, pues no habría mucha distancia. Comprobó que la señal no llegaba y salió al exterior a ver hasta dónde podía recibirla, por suerte cerca de la farola, recibió señal, ventajas de que su padre fuese cliente habitual del bar y se llevase tan bien con el dueño. Aerex comenzó a hacer planes y poco a poco, fue restaurando el lugar hasta hacer de él su refugio.

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⏰ Última actualización: Dec 19, 2018 ⏰

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