Ojos azules

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Martes, 23 de mayo. 11:59 pm.

La puerta de madera de aquella casa rechinó al verse desplazada por una fuerza humana. El joven asomó la cabeza por el espacio entre la puerta abierta y la pared. Se sorprendió al encontrarse con una habitación vacía. Encendió el teléfono móvil y comprobó la hora: Medianoche. Había quedado con un par de amigos para explorar la vieja casa abandonada de las afueras de su pueblo, aunque, entre estudios y exámenes, solamente él había logrado estar libre aquella noche.

Empezó a caminar sobre el viejo suelo de la casa y se asustó al observar, por el rabillo del ojo, un movimiento. Se giró y se encontró con un joven de aproximadamente diecisiete años, con el pelo castaño y una camiseta de manga corta mirándole fijamente. Suspiró de alivio al comprender que era su mismo reflejo en un espejo.

Continuó caminando por todo el pasillo hasta llegar a la sala de estar, en la que, debido a que todas las ventanas estaban tapadas, no podía ver nada. Decidió entonces sacar su pequeño pero confiable foco, el cual iluminó con una deslumbrante luz blanca lo que quedaba en aquel lugar. Se fijó sobretodo en los sillones destrozados y en los restos ennegrecidos de las paredes, el techo y los muebles. Al ver aquella mezcla de ceniza y hollín, recordó el motivo por el cual, según sus amigos, habían deshabitado la casa. Resulta que hacía diez años, un incendio arrasó el edificio por completo. Sorprendentemente, no se vino abajo, sino que se quedó tal y como estaba antes del incidente, a excepción de lo que fue destruido por las llamas.

Se propuso investigar toda la casa, aunque dudó del estado de las escaleras para subir al piso de arriba. Por el momento decidió inspeccionar el piso de abajo, compuesto por la sala de estar, la cocina, un pequeño cuarto de baño y una habitación.

En la sala de estar, aparte de los muebles quemados y de los sillones rotos, se podían ver varios restos de madera parcialmente colgados en la pared. El chico se acercó para verlos más de cerca y se sorprendió al ver los restos de un cuadro. Aquel cuadro, que representaba un castillo gótico del siglo dieciocho, dio leves escalofríos al joven, que al instante recordó sus clases de arte y las explicaciones de la maestra sobre el lúgubre expresionismo. Retrocedió unos cuantos pasos y volvió a sobresaltarse al escuchar el inconfundible sonido de cristal rompiéndose bajo su pie izquierdo. Recogió del suelo aquel marco de fotos que había pisado y se quedó mirando la imagen. En ella se veía una familia de tres miembros: Un hombre barbudo de ojos azules y pelo castaño en el que comenzaban a asomarse un par de canas, una mujer rubia, de tez clara y de rasgos finos, y una pequeña niña de no más de ocho años que ofrecía una sonrisa deslumbrante a quien sea que estuviese haciendo la foto. La ropa del hombre era un jersey de manga corta de color café y una gorra de béisbol. La mujer vestía una blusa blanca con estampado de flores y la niña llevaba un vestido de tirantes azul celeste.

Decidió dejar el marco roto sobre uno de los muebles que aún se sostenían y llevarse la foto como recuerdo, doblándola y metiéndosela en el bolsillo. Miró la hora en su teléfono móvil y leyó un par de mensajes de sus amigos, que le rogaban que no investigara en la casa abandonada a cambio de ir todos juntos el fin de semana.

Sábado, 27 de mayo. 11:44 pm.

Estaban allí, los tres, delante de la casa abandonada hacía ya diez largos años. Cada uno iba equipado con una linterna, una pequeña cámara y su teléfono móvil. Quedaron en que uno investigaría los alrededores, otro el piso de abajo y el sótano y otro el piso de arriba.

—Pablo, Samu, ¿estáis seguros de que esto es buena idea?

—Claro que sí, María. No te preocupes —afirmó Samu sonriente—. Aunque si tienes miedo puedes volver a casa.

—No tengo miedo, simplemente no quiero entrar ahí. Parece que se vaya a desplomar de un momento a otro...

—Si no quieres entrar, investiga por los alrededores —musitó Pablo con simpleza. Samu asintió y procedió a explicarles el plan.

—Yo me iré al piso de abajo, quiero entrar en el sótano. María, ya que no quieres entrar, haz lo que te ha dicho Pablo. Pablo, tú ve al piso de arriba. Dijiste que no llegaste a subir la vez anterior, ¿verdad? —él asintió en respuesta—. Pues bien. Si encontráis algo, enviad un mensaje.

Dicho aquello, comenzaron con la exploración al edificio. María se quedó fuera, admirando la luna llena y las estrellas que adornaban el cielo nocturno sin ganas de apartar la mirada de aquel espectáculo. Por otra parte, Samu se divertía haciendo fotografías a todo lo que le llamaba la atención. Exploró toda la sala de estar, la vieja cocina, el cuarto de baño y la habitación del piso de abajo. Solo quedaba un lugar para ver y se lo había guardado para el final. Bajó lentamente los escalones hasta llegar a una robusta puerta de madera que tapaba la entrada al sótano. La abrió lentamente y se coló adentro.

Pablo subió los escalones con cierto temor a que se rompieran, aunque llegó al piso de arriba sin problemas. No tardó en darse cuenta de que las marcas de hollín eran más presentes allí arriba. De hecho, había una puerta casi por completo calcinada, dando a entender que allí se habían originado las llamas. Se dirigió a aquella habitación con cuidado de no romper alguna de las inestables tablas que formaban su suelo. Llegó hasta ella y entró, asustándose un poco con lo que veía. Aquella sala no tenía techo, así que apagó la linterna, ya que la luz de la luna era suficiente para alumbrar. Pasó su mano por la carbonizada pared que, suponía, antes estaba pintada de amarillo, por los restos de pintura seca del suelo. Se sentó sobre el colchón sucio, que chirrió un poco. Admiró el ambiente infantil que esa habitación desprendía, imaginándose lo bonita que debía haber sido hacía diez años. Se despertó de sus pensamientos al sentir unos ojos mirándole fijamente. Miró hacia la puerta y se encontró con el cuerpo de una chica de su edad, vestida con ropa harapienta y bastante sucia. A pesar de aquello, sus ojos azules brillaban con fuerza reflejando la luz de la luna. De repente, un ruido se oyó desde fuera. Sólo fue un momento, pero Pablo desvió la mirada. Cuando volvió a mirar hacia la puerta, aquella chica ya no estaba...

Lunes, 29 de mayo. 07:27 am.

Pablo, Samu y María caminaban hacia la escuela. Samu contaba uno de sus chistes que no tenían gracia pero que aun así hacían reír. María y él soltaban carcajadas pero Samu se sorprendió de no oír ninguna risa por parte de su amigo.

—Oye, Pablo, ¿estás bien? —le preguntó preocupado.

—¿A qué te refieres con que si estoy bien? —respondió él.

—Has estado bastante ausente desde que salimos de la casa abandonada —ahora fue la chica quien había hablado—. ¿Qué pasó allí, Pablo?

—No estoy muy seguro —confesó él, con la mirada algo perdida.

—Suena como si hubieras visto un fantasma, o algo —dijo Samu con tono bromista y una pequeña risa.

—No lo sé... —Pablo permaneció en silencio.

—Creo que hemos visto demasiadas películas de misterio —dijo María, en un intento de alegrar el ambiente.

—Sí... ¡Oye! ¿Te acuerdas de aquella película? La de...

La mente de Pablo se desconectó del mundo, sólo para volver a recordar el momento en el que su mirada se cruzó con la de aquella chica. ¿Podría haber sido un fantasma, como afirmaban sus amigos? ¿Había sido su imaginación, jugándole malas pasadas? Pensando en aquello, recordó la foto que se había llevado de la casa la primera vez que había estado allí. La sacó de su bolsillo y la desdobló lentamente. Casi por serendipia, se fijó en la cara de la pequeña niña y se quedó anonadado cuando vio aquellos ojos azules mirándole fijamente desde una fotografía del pasado.

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