Con una mezcla de sorpresa y repulsión, Louis se dio cuenta de que lo que había encontrado era una trampa para aquellos que, como él, buscaban lo inusual. El joven exhibido era una víctima del comercio ilegal, una realidad que había sido ocultada tr...
En el competitivo mundo del derecho en Los Ángeles, Louis Tomlinson brillaba con una intensidad difícil de ignorar. Su renombre como uno de los abogados más destacados de la ciudad se cimentaba en una carrera llena de logros y casos exitosos. Su bufete principal, estratégicamente ubicado en el bullicioso centro de la urbe, era un reflejo tangible de su dedicación y habilidad. Sin embargo, para aquellos que lo conocían de cerca, Louis no era simplemente un abogado exitoso. Había en él una dualidad que pocos comprendían: mientras su figura pública irradiaba confianza y autoridad, su vida privada transcurría en una esfera mucho más reservada.
Lejos de los rascacielos y el frenesí del centro, el abogado prefería refugiarse en un segundo bufete, discreto y distante del epicentro legal de la ciudad. Ese lugar, menos ostentoso pero igualmente efectivo, era su verdadero santuario. Allí, trabajaba codo a codo con Alaric Winters y Byron Langley, sus colaboradores más cercanos. Juntos, formaban un equipo formidable, conocido no solo por su precisión en el manejo de casos complejos, sino también por la ética y camaradería que impregnaban su labor diaria. Para Alaric y Byron, Louis era más que un jefe: era un mentor y, en muchos sentidos, un amigo en quien podían confiar sin reservas. Esta relación, cimentada en años de colaboración, fortalecía aún más su desempeño profesional.
A pesar del respeto y apoyo que lo rodeaban, el abogado cargaba con una soledad que se sentía como un eco constante en su vida. A lo largo de los años, había intentado llenar ese vacío con relaciones que, en su mayoría, habían terminado en desilusión. Las mujeres y los hombres que habían pasado por su vida nunca lograron conectar con él de manera profunda. Desilusionado, Louis había llegado a la conclusión de que el amor era un lujo que no estaba destinado a experimentar. Así, decidió volcar toda su energía en su trabajo, convirtiéndolo en el epicentro de su existencia.
Aquella mañana, como tantas otras, llegó al bufete acompañado por sus guardaespaldas. Con un gesto sutil pero firme, les indicó que podían retirarse una vez que alcanzó la entrada del edificio. Caminó por los pasillos con su habitual aire de control, saludando con cortesía a los empleados que cruzaban su camino. Aunque su sonrisa era protocolar, no lograba ocultar del todo la melancolía que lo acompañaba.
Al llegar a su despacho, un espacio que reflejaba tanto su éxito como su meticulosidad, se instaló en su silla de cuero negro y comenzó a revisar los documentos que se acumulaban en su escritorio. Contratos millonarios, estrategias legales y correos urgentes demandaban su atención. Mientras avanzaba en su labor, encontraba en la rutina un alivio temporal a la inquietud que lo asediaba.