C A P Í T U L O U N O

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Crisis de los cuarenta.

Capítulo 1.

¿Hasta cuándo jugaremos al gato y al ratón?





Una noche más, un encargo cumplido a la perfección. Ada Wong había roto las barreras de sus propias habilidades. Tocó un punto en el que parecía ser indispensable para la organización (es) que trabajaba, dándole resultados óptimos en tiempo récord. A simple vista, su éxito parecía ser lo que ella más anhelaba, en búsqueda de un sueño del que ni ella misma tenía constancia. Simplemente ―en medio de sus reflexiones―, alardeaba de adorar el peligro constante en el que se mantenía. Riesgosa, un tanto arrogante y terriblemente hermosa. Una espía que cubría todos los campos requeridos. Y, no obstante, todo ese sacrificio, tiraba de una cuerda floja. Equilibrándose entre sus sentimientos y los deseos de una mujer que, de igual forma, yacía dormitando en el interior de ese cuerpo ficticio.

Las noches en la ciudad eran aburridas. Viajaba por el globo, ya fuera en avión, camión o lo que tuviera ruedas para transportarla; los helicópteros eran su aliado a la hora de escapatorias y sabía pilotear a la perfección. Ella podía estar aquí o allá, según sus preferencias; pero siempre iba a anhelar tener una breve estadía en el lugar que más recuerdos le traía: Chicago.

Bares; restaurantes; luces esparcidas por todo el bullicio metropolitano; había cierta lujuria en sus calles que ella simplemente encontraba acogedor. Contrataba limosinas que la pasearan de vez en cuando entre las atestadas calles, en donde a veces un peatón se les arrimaba, sólo para experimentar el peligro de haber asesinado momentáneamente. Después de los sustos, ella volvía a revolverse en su asiento, olvidando dichos eventos y concentrándose en las vitrinas que exhibían casi cualquier cosa: desde ropa hasta comida. Tal vez ―pensando de forma más oscura―, podía acostumbrarse a vivir una vida tranquila, en un sitio enérgico, pero calmo; conocía a la perfección en donde se aglomeraban los jóvenes y que, en sus tiempos de gloria, ella solía visitar religiosamente al menos una vez al mes. A sus cuarenta y dos, era difícil acercarse a estos lugares, sin sentir cierto rencor hacia el tiempo: su jodido enemigo.

Esa noche, llegó a casa temprano. O bueno, lo que podía denominar así, hasta que su teléfono volviera a sonar; se trataba de un hotel en pleno centro, que tenía privilegio a la orquesta de vehículos que pasaban despavoridos por las amplias calles que rodeaban el edificio. Apenas deslizó su tarjeta electrónica en el contacto en la pared, ingresó al espacio climatizado por la frescura del aire acondicionado y el leve olor a lavanda de las sábanas.

Descargó sus implementos y una bolsa sospechosa, que contenía en su interior todo lo necesario para la misión: pistolas; cuchillos y una bomba de humo que jamás utilizó; aunque no descartaba la opción de hacer sus brillantes escapatorias. Después de eso, abrió las cortinas del balcón, para que la luz de la ciudad proveyera iluminación natural a la oscuridad que reinaba en  la pequeña habitación. Finalmente, tomó asiento en un pequeño sillón situado diagonal a la cama cuatro por cuatro que permanecía intacta desde hacía días y relajó el cuerpo en aquella posición. Los músculos le dolían; la espalda permanecía palpitando y la piel rojiza, debido a un rasguño, obtenido al momento de escapar del lugar de la misión. Había tenido suerte en anclarse a una pared o no estaría soltando suspiros cansados en ese mismo instante.

Sacó su teléfono ―no el cubo― y se dispuso a revisar la bandeja de mensajes; estúpidamente habría esperado que entrara uno interesante. Pero sólo estaba lleno de felicitaciones por parte de sus múltiples aliados. Deslizó con desgano la pantalla y luego presionó sin vacilar el ícono de 'borrar'. No quería pruebas que la inculparan de nada y su paranoia había aumentado con el tiempo, por lo que temía que alguien arremetiera en contra de ella en cualquier momento.

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