Karol entró en su piso y fue directamente a la nevera. Quizá no hubiera nada para comer, pero sabía que había dejado media docena de refrescos. Sacó una de las latas bien frías, la destapó y bebió. Entonces, se quitó los zapatos de una patada y fue a la sala. Se alegró de estar en casa. Miró alrededor y también se alegró de haber conseguido que el constructor tirara el tabique que separaba el comedor y la sala. Esa zona, junto a una cocina muy pequeña, el dormitorio y un cuarto de baño, llevaba siendo su hogar desde hacía cinco años.
Había dejado el maletín en el minúsculo vestíbulo y, cuando fue a recogerlo, vio que la luz del contestador automático estaba parpadeando. Pensó con resignación que sería su madre. Seguro que estaba ansiosa por saber que su hija había llegado a casa sana y salva. Aunque se manejaba muy bien en Internet y seguro que había comprobado los vuelos que habían aterrizado en Heathrow, necesitaba oír la voz de su hija para quedarse tranquila.
Karol apretó el botón dispuesta a oír la voz de su madre. Sus amigos sabían que había estado fuera y las llamadas de trabajo estaban desviadas a la galería. Por eso estaba desprevenida cuando una voz masculina, conocida y perturbadora, dijo su nombre.
—Karol... Karol, ¿dónde estás? Si estás ahí, contesta. Es importante.
Karol se dejó caer en la butaca que tenía al lado del teléfono. Pese a que había decidido firmemente no permitir que Ruggero Pasquarelli volviera entrar en su vida, no podía negar que esa voz profunda y con un acento muy característico tenía la capacidad de hacer que le flaquearan las rodillas.
Sin embargo, si había llegado a ser multimillonario antes de haber cumplido los veinticinco años, no había sido por su voz. Había sido por su herencia y porque no tenía compasión en los negocios, una falta de compasión que se había extendido a su vida privada. Karol resopló e intentó serenarse. Entonces, oyó otro mensaje.
—Soy tu marido. Sé que estás ahí. No me obligues a ir a buscarte. ¿No podemos tratarnos como adultos civilizados?
Esa arrogancia le venía muy bien. Daba por supuesto que ella estaría siempre a su disposición. Además, ¿cómo se atrevía a llamarse «su marido» cuando llevaba cinco años sin haberse preocupado por saber si estaba viva o muerta?
Sintió tanta ira que se clavó las uñas en las palmas de las manos, pero eso no impidió que los dolorosos recuerdos hicieran añicos la objetividad que tanto le había costado conseguir. ¿Cómo se atrevía a llamarla en ese momento como si tuviera el más mínimo derecho a hacerlo? Ella, por su parte, lo había eliminado de su vida. Bueno, casi...
Suspiro. Se acordó de cuando conoció a su padre en la galería de Londres donde trabajaba ella. Bruno Pasquarelli fue muy encantador y cortés. Le explicó que que quería una escultura para llevársela a Grecia. A ser posible, un bronce para que no desentonara de las demás obras que había coleccionado durante años.
Ella llevaba poco tiempo trabajando en esa galería, pero había mostrado habilidad para reconocer el talento cuando lo veía y aquella escultura de la diosa Diana de un artista casi desconocido le pareció la elección más adecuada.
Bruno Pasquarelli se quedó encantado, tanto por la escultura como por Karol, y estaban comentando las excelencias de la porcelana oriental cuando apareció Ruggero Pasquarelli...
Karol sacudió la cabeza. No tenía ganas de pensar en eso. Acababa de llegar de un viaje muy fructífero por Australia y Tailandia y sólo quería meterse en la cama. Iba a levantarse, dispuesta a no sentirse intimidada, cuando empezó a sonar un tercer mensaje.
—Karol... ¿Estás ahí, cariño? Creo que me dijiste que llegarías a las ocho y ya son las ocho y media. Estoy empezando a preocuparme. Llámame en cuanto llegues. Estaré esperando.
YOU ARE READING
Fruto Del Amor.
RomanceSu matrimonio había terminado, pero... ¿qué pasaba con el bebé? El matrimonio entre Karol y el guapísimo magnate italiano Ruggero Pasquarelli había llegado a su fin hacia ya cinco años. Destrozada y traicionada, Karol lo había abandonado y había emp...