EL VALOR DE LA PALABRA

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Era una mañana de jueves normal y corriente en el Ministerio del Tiempo. Los funcionarios andaban por el ancho pasillo principal ataviados con atuendos de diversas clases y épocas, cada uno pensando en sus propios asuntos. Les esperaba una jornada intensa, aunque todo dependía, como siempre, de la gravedad de las misiones asignadas.

Jesús Méndez Pontón, conocido por todos como Pacino, se dirigía apresuradamente hacia el despacho de Salvador. El jefe del Ministerio los había convocado a él, a Alonso y a Amelia para explicarles en qué consistiría la misión del día. Pacino, con las sábanas todavía pegadas, la melena despeinada y la cara ojerosa, se maldecía a sí mismo por haber pasado tan mala noche... aunque no tenía la menor culpa de ello.

O eso quería pensar.

Abrió la puerta del despacho sin molestarse en picar. Tanto sus dos compañeros de patrulla como Irene y Ernesto ya se encontraban allí.

Salvador, sentado en su silla tras la alargada mesa, le clavó una mirada acusadora por encima de las gafas.

—Lo siento. Se me ha alargado el tema —alegó el madrileño entre suspiros de cansancio.

—No, si ya me he dado cuenta —replicó el jefe con su habitual tono de resignación —. En fin, siéntese. Señorita Folch, ¿se lo explica usted? Yo no estoy para muchas tonterías.

—Sí, señor —asintió Amelia eficientemente, mirando a Pacino como si su impuntualidad fuera un pecado imperdonable.

Pacino se puso cabizbajo y escuchó a su compañera de patrulla, que empezó a hablar de la generación del veintisiete y unos documentos literarios que al parecer se habían extraviado en misteriosas circunstancias. A pesar de que Pacino era un hombre de carácter fuerte, sabía muy bien que no estaba en posición de replicar. Había llegado tarde debido a su falta de responsabilidad, sólo suya y de nadie más. Además, tenía demasiado sueño...y el motivo de su insomnio se hallaba, casualmente, justo a su lado.

Alonso lucía su ropa habitual del siglo XXI, unos tejanos y una camiseta gris de manga corta. La chupa de cuero que siempre se ponía para salir a la calle restaba colgada en el respaldo de la silla. Escuchaba atentamente las palabras de Amelia, dispuesto a cumplir eficientemente con el trabajo que se le encomendara.

El cerebro de Pacino, hasta entonces centrado en lo que debía, se perdió en divagaciones que poco tenían que ver con la literatura española. Sus ojos oscuros se desplazaron hasta el rostro de Alonso y su mirada curtida, sin duda forjada por sus experiencias en los Tercios de Flandes. Se preguntó cómo podía haber vivido todo aquello y aun así mantenerse en pie para salvar la historia, la historia que tanto daño le había hecho, el país que tanto le había defraudado y que, a juzgar por cómo estaban las cosas en el presente, le seguiría defraudando.

Pacino le admiraba en secreto. Adoraba su fuerza de voluntad, su determinación, su honor e incluso su sed de sangre. Cada vez que se hallaban en una misión, no veía el momento de pasar un rato a solas con él para conocerle un poco mejor. Y cuando iban al bar del Ministerio a tomarse unas cervezas y charlar, Pacino miraba la forma en que la luz del fluorescente le resaltaba las arrugas del ceño y los surcos nasogenianos que nacían de su frondoso y característico bigote. Además de ser valiente, el soldado de Flandes poseía un atractivo singular.

Pero eso no iba a reconocerlo delante de nadie, por supuesto.

—Muy bien, eso es todo. Id a cambiaros, os llamaré en cuanto Angustias me traiga las fotocopias que faltan —concluyó Salvador, barriendo el aire con la mano a modo de despedida —. Ernesto, Irene, vosotros quedaos un momento. Necesito consultaros un par de cosas.

El valor de la palabra (Pacino x Alonso)Where stories live. Discover now