El niño volador

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Érase una vez un niño de nueve años que volaba. Lástima que sólo volaba hacia abajo. Y no es que lo hiciera siempre, es que esta historia comienza en muy mal momento para él, porque su vuelo vertical comenzó unos metros más arriba, en el brocal de un pozo y terminará en el fondo, que además está seco, bastantes metros más abajo. En este momento, congelado por arte y gracia del poder de las palabras, los amigos con los que jugaba a la pelota están boquiabiertos, unos gritando el nombre del niño volador, otros sencillamente con una enorme vocal en la garganta, la "a" o la "o". Hay uno que se cubre el rostro con las dos manos y tiene erizados los pelillos de la nuca, porque a esa edad, la capacidad de empatía es muy alta, y para él es inevitable sentir en sus huesos el terrible golpe que en pocos segundos sufrirá el otro niño contra el suelo.

En su descenso puede ver las paredes del pozo, que en los primeros metros es de piedra y a continuación de tierra, con raíces que asoman sus puntas en algunos lugares, e incluso le da tiempo a mirar hacia arriba, hacia la boca del pozo, que recorta un círculo de luz en la oscuridad, y observa que parte del brocal se ha desprendido y los cascotes le acompañan en su primer vuelo sin alas ni paracaídas. Pero ninguno de estos detalles van a quedar impresos en su memoria, porque cuando llegue al suelo quizá pierda la vida, o quizá se quede inconsciente y el shock le haga olvidar esos segundos de su vida, aunque esto no lo sabremos hasta el final del relato.

Mientras aún está en el aire todo es posible, quizá sólo se rompa algunos huesos y su padre le dibuje un escudo fluorescente de Superman en el pecho escayolado. Un escudo que brilla en la oscuridad y que será el centro de atención de todos los amiguetes del cole.

Puede que este corto vuelo sin motor sólo le deje una leve lesión en las vértebras dorsales, que cuando cumpla cuarenta años, al desperezarse sentado en el borde de su cama, recién levantado, crujan con un chasquido óseo que haga que su amada esposa, aún dormida, arrugue la cara y se gire para abrazarlo por la cintura. No hagas eso, mi vida, que un día te vas a partir en dos, hace una pausa, le acaricia el abdomen mientras él se pone los calcetines y a continuación le dice que no vaya hoy a trabajar, que se quede con ella todo el día. Y él, después de reflexionar durante dos segundos, se descalza, vuelve a desnudarse, y se mete en la cama para abrazarla, acariciarle la espalda a su vez y besarla con ternura para dormirse a su lado hasta que los vuelva a despertar la luz del amanecer que aún no ha llegado.

Quizá sólo se acuerde de ese golpe cuando, en alguna conversación con los amigos, cada uno cuente los huesos que se ha roto en la vida y él diga ufano que se partió la columna a los nueve años, ganando al instante la admiración de todos.

Y trabaje en un almacén kilométrico de refrescos, manejando una carretilla elevadora, con algunos compañeros que le caen normal, otros fatal y uno o dos francamente bien. A lo mejor es feliz porque tiene todo lo que necesita, porque en su vida no ha habido tragedias, más allá de las muertes naturales de los más ancianos, y su sueldo le permite ampliamente pagar donde vive, comer lo que quiere y marcharse de vacaciones una vez al año donde a su esposa y a él se les antoja.

Quizá a los noventa y dos años, tumbado en la cama de su casa de toda la vida, rodeado de su familia más auténtica, exhale su último aliento y uno de los fotogramas que pasen por su mente, antes de extinguirse, sea el interior de aquel pozo donde voló ochenta y tres años atrás.

Al niño, en realidad, le da tiempo a sentir la ingravidez, ese placer sensorial reservado a astronautas y paracaidistas. Como también siente los golpes que se ha dado en la cabeza al rebotar contra las paredes cilíndricas del pozo. Y no lo va a olvidar jamás, porque quizá esos golpes le provoquen unos derrames, que, aunque operados y extirpados, dejen su carácter gravemente afectado, y el niño se convierta en un adolescente hosco y malencarado, y después en un adulto marrullero y camorrista, agobiado periódicamente por unas jaquecas que le hacen darse cabezazos contra el espejo del baño hasta hacerlo añicos.

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