Querida Julia.

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  Querida Julia.

      ¿Sabes algo sobre la religión griega? Supongo que no, así que, te lo explicaré un poco. Los griegos no eran como los cristianos. Ellos no creían que al principio no había nada, llega un hombre y ¡Pim! ¡Pam! crea todo en siete días, no. Para ellos al principio todo era un gran y espantoso caos, tuvieron que pasar miles de años, algunas criaturas sin un ojo, otras con millones de brazos, mucho incesto, guerras por poder, cajas que no se pueden abrir, padres comiéndose a sus hijos y millones de sucesos y criaturas extrañas para que por fin el caos pasara al cosmos, al orden, al mundo tal como lo conocemos.

Y últimamente mi mente es un gran y espantoso caos. Y si no fuese así, si no tuviese horribles metáforas incomprensibles, si no hubiesen preguntas retóricas que ni siquiera entiendo o desastrosos hipérbatos, y sobre todo si no estuviese plagada e infectada de hipérboles y antítesis, quizás mi mente sería capaz de buscar palabras normales para explicarlo todo, pero no puede. No puedo. Lo siento, Julia. Quizás podría escribirte los versos más tristes esta noche, pero sé que eso no es lo que quieres. Así que, en mi mente a naufragado un cuento estúpido que me inventé para explicarlo todo, o al menos intentarlo. Sé que es patético, pero al menos yo intento hacer las cosas bien, Julia.

Imagínate un puerto gigante, lleno de millones de barcos, atados y anclados con fuerza a diferentes muelles. En cada barco vivía una persona diferente. Y entre esos millones de barco "vivía" Pepa, una pequeña niña.

A medida que pasaba el tiempo, los barcos de las personas de su edad se hacían más grandes, más bonitos, cada vez más resistentes y cada vez estaban atados con más fuerza a su ancla y a su muelle. Pero en el caso de Pepa, no era así. Su barco cada vez estaba más sucio, más desgastado, se le empezaban a hacer pequeños agujeros donde se filtraba el agua, y las cuerdas que lo ataban a tierra firme estaban cada vez más deshilachadas. Y llegó el día. Todas las cuerdas que lo sujetaban se rompieron, hasta la última, haciendo que el barco se fuera flotando hasta la deriva. Llevando a Pepa con él. Y entre ola y ola, tormenta y nevada, gaviotas y tiburones, el barco estaba peor. El agua le llegaba hasta al cuello a Pepa. Pobre Pepa. Y como te lo esperabas, Julia, llegó el día en que ya no había barco. Este había chocado con más icebergs de los que podía resistir. Y la pequeña niña se quedó tragando agua salada, en medio del mar, sujetándose con solo una tablita. Pobre pequeña niña. 

Pero no todo es tan triste. Justo cuando se estaba ahogando, cuando no podía más, conoció a un salvavidas. Un salvavidas dispuesto a curarle todas las heridas que se había hecho en el gran viaje. Un salvavidas de ojos verdes. Unos ojos verdes que eran arte. Esos ojos le hizo pensar que era una blasfemia que las musas tenían que esperar a que viniera un "artista" y que las hicieran arte, porque las las musas son arte por si solas. Esos ojos verdes lo demostraron. Lo siento, Julia, creo que me estoy yendo del tema. 

Pasaron los días, Pepa estaba feliz con su salvavidas. Y este creía que la quería mucho a ella. Pero había un problema, un gran problema. Cada vez que Pepa se sentía más a flote, más cerca de tierra firme, su salvavidas se ahogaba y hundía más, se llenaba más de parches. Y ese es el problema que muchos náufragos como Pepa, como yo, no vemos. Las personas no son salvavidas, ni menos unos ojos verdes como aquellos. Por que, cuando estas en tierra firme ¿De que te sirve un salvavidas? 

      Lo siento por usarte, Julia.



Julia.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora