Muchas manos, manos sucias, manos ásperas, manos que le aferraban los brazos, el cuello, las piernas. Palabras dichas en una lengua que no reconocía, pero esa voz sí que era familiar, litros y litros de un líquido viscoso, se deslizaban por su espalda, por su pecho.
3 A.M
No estaba segura de sí fue su grito lo que la despertó o la pesadilla. Natalie se contrajo contra las sabanas, sus manos buscaron a su marido al otro lado de la cama, pero solo encontró un vacío helado que le recordó que estaba sola. Sus manos torpes aferraron la almohada que antes él hubiera usado y la llevo a su nariz para aspirar su aroma. Las lágrimas mojaron la tela, se dejó inundar con ese aroma familiar que no parecía querer extinguirse como la vida de su dueño. Cuanto lo había amado, cuanto lo había necesitado, cuanto lo necesitaba ahora. Su mente se serenó pensando que nadie podría verla ser débil y romperse ahora. Nadie sería testigo de su piel ardiendo de terror y repulsión, de su alma hundiéndose en la oscuridad y soledad, un hogar que había sido su refugio por tantos años.
Y ahora que ya no estaba, sus demonios volvían a renacer, sus pesadillas, sus temores. Aquellos que Rubén había alejado con su protección.
-Tu no me querías Rubén, no de la forma que yo lo hacía, tu sabias que había cosas que yo no podía darte, ¿Por qué me aceptaste entonces?, ¿porque te casaste conmigo? ¿Cómo pudiste abandonarme así? Me prometiste años, muchos años juntos... y me dejas sola, al abrigo del despecho de tu hijo, del odio de tu familia...
Su piel se erizó ante el recuerdo de esos ojos negros, brillando con desdén, tan visibles entre miradas de dolor, tan duros, una mirada que solo estaba dirigida a ella. Los mismos ojos enigmáticos de la persona que más la había querido y cuidado en su vida, llenos de desprecio.
Rubén escondía muy bien sus sentimientos, desde siempre, sus pupilas eran una puerta abierta al abismo, Alejandro, su hijo, había heredado esa seductora frialdad, pero tenía una forma feroz de reflejar lo que sentía. Su magullada forma de ser le había exigido huir de él, convencida de que el fuego negro que ardía en esa mirada la consumiría por completo, hasta dejarla desnuda y sola, siendo lo que era, una perdedora, una mujer triste, una mujer manchada. Había sido muy ilusa si esperaba que por ser el mayor que ella y por saber que estaba desamparada y sola, la cuidaría y resguardaría con sentimiento familiar, como lo había hecho Rubén. No podía verlo como un hijo, con ella apenas veinticinco y un hombre de treinta y dos, pero a veces lo fantaseaba como un hermano mayor, que le ofrecía su mano, como siempre había deseado que su verdadero hermano lo hiciera.
Cuando se acercó a ella y le dio el beso obligado, helado, para guardar las apariencias y apoyó su mano pesada y tibia en su hombro desnudo, se sintió acorralada. Su corazón latía desbocado y su mente buscaba hacerse a la idea de que no pensaba herirla. El odio de Alejandro no es un odio que busca lastimar, dejar huellas físicas, como las que ella poseía. El odio de Alejandro busca destruir, desde los cimientos.
Cuando se levantó de la cama, mientras se arreglaba el camisón de seda húmedo por el sudor, tuvo la sensación de que las manos sucias de su pesadilla la arrastrarían de nuevo hacia abajo. Respiro una y otra vez hasta convencerse que esas manos, que esas palabras, estaban solo en su mente.
Fue increíblemente doloroso voltearse y no ver a Rubén, en esa cama que no había conocido el ardor de la carne pero si la pasión del corazón. Tantas ocasiones donde su marido la había sostenido entre sus brazos delgados y suaves, susurrándole palabras de aliento, conteniéndola.
Y la comparación fue inevitable. ¿Cómo podría aquel hombre suave y pequeño tener un hijo como Alejandro? Rubén le inspiraba paz y calma, no se sentía amenazada por alguien tan delicado, era más bajo que ella y poseía extremidades delgadas y livianas que su intuición le decía, no eran por la edad, sino un rasgo de toda la vida. Alejandro era otro tema, era un hombre que le provocaba cosas muy distintas, su altura, su magnitud física. Ella era una mujer alta, y sin embargo parecía pequeña a su lado. Su rostro tenia facciones fuertes, endurecidas por la vida. No tenía sonrisa fácil ni tranquilizante. Sus manos gigantes le provocaban temor, podían hacer mucho daño si se lo proponía. Ser la mujer de un hombre como Alejandro era impensable, no toleraría el terror de dormir a su lado, preocupada se sentir su caricia maliciosa y masculina, esperando algo que ella no podría darle nunca más a ningún hombre. Rubén se había conformado con eso, alguien como Alejandro jamás lo haría.
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Almas Fracturadas
RomanceEl odio que hace arder el corazón de Alejandro es solo comparable a un huracán, uno que quiere destruir a Natalie. Alejandro es un hombre dañado por la vida, la traición lo ha vuelto severo y cruel. Solo tiene una cosa en claro, ninguna mujer es c...