Cuatro

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Fran acababa de cumplir los nueve años cuando llegó a Río Bueno, semanas antes del comienzo de clases. No era un pueblo bonito, tenía qué asumirlo, pero no le silbaban en la calle y eso ya lo hacía agradable. Sin embargo, los alrededores eran magníficos: verdes bosques nativos se extendían a espaldas del río, extensos campos cultivados en los caminos de acceso y salida, y la imponente cordillera de los Andes como cierre magistral de la vista hacia el Este. La escuela era pequeña y mal cuidada, no tenía más de setecientos alumnos contando todos los niveles, y la calidad de enseñanza era deplorable, ocupando cada año los últimos lugares en los rankings nacionales. O sea que, por fin, Francisco brillaría, pues su nivel era mucho más avanzado. Por lo mismo, apareció sonriente el primer día de escuela, y con esa misma sonrisa saludó a sus compañeros y conversó con sus compañeras. Con esa misma sonrisa, deambuló por los pasillos semanas enteras, rodeado de chicas interesadas en su lindo aspecto y alimentando el murmullo que poco a poco comenzó a avanzar.

Francisco es raro.

Francisco es raro.

Francisco es raro.

Sí, lo sabía. No tenían que repetírselo.

Porque Francisco estaba seguro de muy pocas cosas. Sabía, por ejemplo, que su madre era su madre, que su padre huyó de la paternidad, que de mayor deseaba ser profesor, y que vivir en Rio Bueno fue una estrategia de supervivencia de su madre, quién optó por huir de las críticas de su religiosa familia por convertirse en madre soltera a los veinte años. También sabía, aunque nunca lo admitiera, que de pequeño solía robar los vestidos de sus primas y que, a sus quince años, todavía disfrutaba escarbar en el baúl de bailarina olvidado de su madre. Sucede que para Fran, era imposible resistirse a la suavidad de las telas o las lentejuelas de los trajes. Por lo mismo, guardaba muy escondida en el armario, una malla lila que lo hacía lucir magnífico. Con todas esas verdades, resultaba un poco lógico que nadie creyera jamás en su máxima verdad, aquella que él mismo pasó gran parte de su vida descifrando, hasta que, por fortuna, los años de retrospección le dieron la respuesta que tanto buscaba: Fran era un hombre. Mucho más hombre de lo que fue su padre, pero tan delicado y suave, como su madre.

Así era Fran, y tras las paredes de su habitación, lo cierto es que lo disfrutaba. Le encantaban sus largas y estilizadas piernas que admiraba frente al espejo cada noche antes de dormir, sus esbeltos y depilados brazos que cuidaba con esmero; pero sobre todo, adoraba su mirada dulce y su sonrisa coqueta en el videochat, pasando las horas con desconocidos que no intentaban corregirlo. Para él, sentirse femenino nunca fue un inconveniente. El problema siempre fue su entorno y el afán constante de cuestionarlo y exponerlo, pues Fran, muy, muy en el fondo, sabía que no había nada malo en él: era un estudiante brillante y, de seguro, capaz de hacer feliz a cualquier madre o cualquier chica (o chico, aún no lo definía del todo). Claro, si alguna persona hubiese sido capaz de mirar más allá de sus finos y largos dedos, o de sus movimientos armónicos de bailarín innato. Es por ello que con los años comenzó a disimular con tanto esmero su personalidad, obligándose a mantener bajo llave sus gestos y actitudes. Sí, sabía que era un hombre, pero deseaba que los demás también lo supieran. No porque estuviera en contra de que las personas vivieran su sexualidad como mejor les pareciera, ni que se identificaran con el género que más felices los hicieran, o con ninguno si es necesario. Sin embargo, él no era una chica, ni un ser asexuado, ni nada de lo que fue descubriendo que su madre sospechaba, estudiando noche a noche hasta el cansancio. El solo era Francisco Alpud, un hombre adolescente de quince años, sin amigos, con tres gatos gordos y un perro.

Gracias a su peculiar forma de ser, estaba acostumbrado a las burlas, y sin desearlo, creció, caminando pegado a la pared por los pasillos de la escuela, mirando el suelo para no cruzarse de frente con ningún pesado, acostumbrándose a que se refirieran a él como señorita en clases o en la calle, e incluso soportando que el profesor de arte lo llamara Francisca, como si de la broma del siglo se tratara. No es que no le importara, no es que se hubiese rendido, no es que se sintiera humillado. Fran, sencillamente, comprendió que no tenía más opción, que estaba solo en esa batalla, y que su tiempo en Rio Bueno acabaría el mismo día en que alguna Universidad lo aceptara, de preferencia muy lejos de allí, en Santiago, Valparaíso o Viña del Mar. Lejos, muy lejos de ese pueblo que de bondadoso solo tenía el nombre.

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⏰ Cập nhật Lần cuối: Aug 08, 2017 ⏰

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Tú tan azul, y yo tan rosaNơi câu chuyện tồn tại. Hãy khám phá bây giờ