prólogo

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El último
rugido de
Thuban hizo
temblar las
entrañas de la tierra. Un destellocegador envolvió las ramas resecas del
Árbol del Mundo, y todo fue luz y
estruendo.
Lung se agazapó y se tapó los oídos
con las palmas de las manos. Temblaba
porque sabía que aquel aullido podía
barrerlo todo.
Sin embargo, cuando el grito se
apagó, el suelo dejó de temblar. El
chico abrió lentamente los ojos y
vislumbró entre el polvo del campo de batalla las murallas y los pináculos de mármol de la ciudad. Draconia  seguía allí, y refulgía con un blanco
deslumbrante sobre el fondo de un
cielo plomizo, cargado de lluvia. No había ningún sonido, como si el mundo
aguardara una señal.
Tras la piedra que lo había
protegido, Lung contuvo el aliento.
Había observado aterrorizado los
cuerpos de Thuban y de Nidhoggr
retorcerse en la violencia de la lucha, y
había visto cómo el Árbol del Mundo se
iba marchitando con cada ataque,
cómo iba perdiendo sus frutos uno a
uno. No había sido capaz de intervenir,
paralizado por el miedo a que la tierra
pudiera abrirse bajo los golpes
violentos de aquellos dos cuerpos
inmensos. Había rogado que el
combate acabara, y que Thuban venciese antes de que fuera demasiado
tarde.
Pero el silencio irreal que flotaba
en aquel momento le pareció más
terrible aún. Lung tenía un mal
presentimiento, así que decidió
asomarse desde su escondite para ver
qué había sucedido. Nidhoggr había
desaparecido. Solo Thuban permanecía
erguido e imponente sobre el terreno.
Sus enormes alas membranosas
estaban desgarradas, y la sangre
descendía en abundancia por sus
verdes escamas.
Cayó la primera gota de lluvia, y
Lung vio a su Señor alzar el hocico hacia el cielo. Un trueno sacudió con
fuerza el aire caliente de la llanura, y
el agua, con su sonido ligero, irrumpió
en el vacío inmóvil que hacía un
instante lo había atenuado todo. En los
ojos de Thuban brilló una chispa de
triunfo; después, sin hacer apenas
ruido, se agachó, y su cuerpo invadió
el claro.
—¡No!
Lung saltó hacia delante. Corrió
como alma que lleva el diablo por la
tierra fangosa y cuando lo alcanzó, se
arrodilló junto a él.
—Mi Señor, ¿cómo os sentís? —
gritó con voz temblorosa.
El hocico era tan grande como la
mitad de su cuerpo, y cualquiera
habría sentido miedo ante la hilera de
dientes afilados y muy juntos. Una
cresta puntiaguda se alzaba a ambos
lados de la cabeza, pero, por muy
aterrador que fuera su aspecto, Lung
no sentía miedo. Para él, solo era el
rostro de un amigo.
Tenía los espléndidos ojos azules
empañados, y la respiración cada vez
más incierta. Al chico se le hizo un
nudo en la garganta. Jamás había
imaginado que vería al gran Thuban, el
más sabio y poderoso de los dragones,
el último de su estirpe, en semejante estado.
—Lo he conseguido, le he ganado
—murmuró con un hilo de voz.
Sonó tan baja y débil que el chico
casi no la reconoció.
—¡No desperdiciéis las fuerzas, mi
Señor! Dejad que os cure —se apresuró
a decir, mientras apoyaba una mano
sobre la cresta coriácea del dragón.
Recorrió su cuerpo con la mirada y,
al ver su herida, el desaliento le nubló
la mente. Era grave, pero quizá aún
hubiera esperanzas. Lo salvaría y todo
volvería a ser como antes.
—Escúchame bien, Lung, porque no
me queda mucho tiempo. No he derrotado por completo a Nidhoggr.
Solo he conseguido aprisionarlo aquí
abajo, en el fondo de esta llanura. He
empleado todo mi poder para hacerlo,
y para mí ha llegado la hora.
No. Estaba mintiendo. No podía ser
cierto; no después de todo lo que había
pasado.
—¡Vos debéis resucitar al Árbol del
Mundo y encontrar sus frutos perdidos!
Hay tantas cosas que aún tenéis que
enseñarme, y yo…
—Lung, la era de los dragones ha
terminado —sentenció Thuban—;
ahora os toca a los humanos continuar.
El Árbol del Mundo no está muerto.
Nidhoggr no ha conseguido destruirlo.
Esto no es el fin… solo es el principio.
Aquellas palabras proporcionaron a
Lung la exacta dimensión de lo que
estaba sucediendo. El mundo, tal y
como lo había conocido hasta
entonces, estaba a punto de
desaparecer, y su Señor ya no estaría a
su lado. En contra de su voluntad,
gruesas lágrimas le surcaron las
mejillas.
Thuban entornó los párpados un
instante y, con un último esfuerzo,
habló de nuevo:
—De momento, Nidhoggr no puede
hacerle daño a nadie, pero algún día despertará, y llegará el momento de
combatir. Deberéis estar preparados
para todo, incluso para dar vuestra
vida.
—¡Nunca lo conseguiremos sin
vosotros! Sin dragones, Nidhoggr y los
demás guivernos vencerán.
—Te equivocas. Los dragones
estaremos siempre a vuestro lado.
Algunos ya han encontrado un cuerpo
donde reposar mientras esperan el día
en que Nidhoggr rompa el sello y
despierte.
Lung recordó las viejas enseñanzas
que Thuban le había transmitido
tiempo atrás, cuando aún era un niño y hacía poco que se conocían.
Algunos de nosotros, antes de
morir, fusionamos nuestras almas
con la de un humano.
Permanecemos dormidos en
vuestros cuerpos hasta reunir las
fuerzas necesarias para emerger y
manifestarnos.
Eso era lo que había que hacer,
pensó el chico cruzando una mirada
con el dragón.
—Cuatro de los nuestros no han
muerto en vano, Lung. Se han fundido
con el cuerpo de cuatro hombres y
esperan el momento de despertar.

la chica dragon Donde viven las historias. Descúbrelo ahora