Ni sonrisas ni palabras pueden ocultar lo que demuestra una mirada.
Pero realmente nadie ve más allá de sus narices. No con los ojos, no con el alma.
Estamos ciegos.
Ciegos de odio, ciegos de celos, ciegos de opiniones y de pensamientos. Ciegos de miedo.
Miedo al futuro, miedo al pasado, miedo al rechazo y al qué dirán, miedo a cambiar y miedo a siempre ser el mismo.
Y entre tanto miedo y tanta ceguedad, nos olvidamos de sentir.
El calor del sol, la belleza de un atardecer, el canto de un pájaro, la risa de un amigo, el beso de quien se ama, cada dolor y cada aprendizaje.
Ya no lloramos, porque nos ven; no reímos porque nos critican, no nos damos libertad de soñar porque es estúpido, no perdemos el tiempo porque el tiempo es dinero. Nos conformamos, porque la vida es injusta; tememos a todo porque la muerte llega, no pensamos porque nos juzgan.
Y qué? si nos juzgan. Y qué? si me muero, y qué? si lo único que sé hacer es soñar, y qué? si lo único que sé hacer es amar.
Cada brillo en los ojos, ese gesto de dolor detrás de una risa, ese pequeño temor al decir una frase, la elección de aislarme, de olvidarme del tacto y del calor del otro, el llanto de no sé por qué de una noche solitaria y cada mirada perdida en el espacio solo por segundos. Son cosas invisibles sólo porque ya no queremos ver. Hay que abrir los ojos y observar.
Las cosas que se pierden en la vida, se encuentran en miradas, en el momento en el que los ojos se encuentran con el alma.
