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El equipaje iba arriba, en el techo del bus. Eran dos maletas de cuero con la ropa de ambos, un baúl cuadrado con los libros de él y la máquina de coser de ella. Todo viajaba entre racimos de plátano, bultos de arroz, paquetes grandes con panelas —envueltos en hojas secas de plátano — y otras maletas.
Elena y J. iban para el mar.
Pararon en pueblos polvorientos. Elena y J. se bajaban del bus, entumecidos, e iban a tomar café en establecimientos que olían a orinal; individuos ventrudos se sentaban allí a inundar sus infinitas tripas con el color dorado de la cerveza. Pararon en estaciones de servicio desapacibles y sucias en cuyos rincones había filtros desechados y latas de aceite vacías. El bus echaba gasolina y tomaba la carretera de nuevo. Durante el día recogía gente que entraba cargando gallinas aturdidas; por la noche, individuos manivacíos se subían en sitios despoblados y oscuros , y se bajaban veinte o treinta kilómetros más allá, en sitios también despoblados y oscuros. Eran silenciosos, llevaban machete en la cintura y un sombrero sucio y viejo en la cabeza.

Cuando el bus llegó al puerto, el mar no apareció magnífico y azul. Aquel era un puerto sobre una bahía que más parecía un canal, y aquel canal era sucio, medía tres kilómetros y desembocaba en el mar. A las cuatro de la tarde el bus entró a la plaza. No se veía el agua por ninguna parte, aunque se sentía el olor del salitre mezclado con el hedor de aguas negras. En el centro de la plaza había unos almendros grandes, sobrevolados por miríadas de golondrinas. Alrededor de los árboles, sentada en los espaldares de las bancas, había gente conversando. Las bancas eran de granito y parecían erosionadas por debajo. En los quioscos, bajo los árboles, se vendían jugos de frutas; papayas abiertas, rodeadas de moscas, mostraban vientres repletos de semillas; frascos grandes contenían la carne de los mangos partida en cubitos, lista para ser puesta en las licuadoras.
Rodeando el marco central de la plaza estaban los Jeeps. Los había nuevos, pero en su mayoría eran harapientos Willys a medio comer por el salitre, así como desvencijados GAZ o Carpati. Los nuevos tenían cabinas metálicas y podían ostentar ventiladores de aspas plásticas, rojas o azules, sobre el tablero; los otros llevaban un santo sucio y descolorido al lado del timón y, encima de todo, una carpa remendada y también descolorida.
Las calles del parque, polvorientas ahora, se pondrían pantanosas cuando llegaran las lluvias. Había mucho tráfico: vehículos agobiados de bultos llegaban a la plaza, Jeeps arracimados de gente salían de la plaza. Entraban buses pintados de colores intensos que llevaban en el techo manotadas de gallinas vivas, multicolores baúles de lata y racimos de plátano.
Las edificaciones de la plaza, en su mayoría graneros y cantinas, eran cuadradas, de cemento y ladrillo, con techos de tejas de zinc o fibrocemento. Carecían por completo de gracia y de adornos, y tenían las paredes sucias.
La gente que hormigueaba en la plaza era fea. Los blancos, comerciantes barrigones y lenguaraces, mostraban un tono amarillento en la piel; a los negros, criados lejos de las playas donde el pescado era asequible, se les comenzaba a podrir la dentadura precozmente.

—Encargate de la bajada de las cosas mientras miro cómo es la movida de la lancha — dijo él.

—listo — dijo Elena —¡Pilas con lo de nosotros, hermano! —le grito el ayudante.

La máquina de coser, único mueble que conservaba de su primer matrimonio, había viajado casi veinte horas en el techo del bus. La caja de madera que contenía el mecanismo estaba protegida por cartones asegurados con cinta adhesiva y piola; las patas y el pedal venían desnudos.
Todo se fue a tierra sordamente.
Al principio, Elena insulto al ayudante de manera atropellada y confusa; luego empezó a insultarlo con calma, colocando las palabrotas con suavidad venenosa.

—fue sin culpa, seño— dijo el ayudante, sin más.

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⏰ Última actualización: Aug 27, 2017 ⏰

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