El Ciervo de Plata

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Andy cruzó la cerca.

Luego de tanto pensárselo, dejó atrás el miedo a lo desconocido que le aguardaba más allá del patio de su casa. Saltó el cercado de color blanco y un hilacho de su pantalón se enroscó en la madera. Y allí se quedaría el hilacho, como muestra de su valentía.

Se encontró en la larga acera. No conocía a nadie de su edad que andara por esos senderos sin la mano compañera de un adulto, eso sería un suicidio.

Pero Andy tenía claro su objetivo y no se iba a amedrentar. Caminó con cautela por el camino de concreto, sus pequeñas manos cerradas en puños a los lados de su cuerpo. Cada paso que daba era peligroso, prestaba especial atención al suelo; pues, había desde baches hasta peligrosas alcantarillas destapadas. Caminó un largo y peligroso trecho. Finalmente, llegó a la esquina.

Andy nunca pensó en lograr llegar tan lejos. Pero esto no le hizo sentir mejor, ahora venía algo que solo un demente se atrevería a hacer solo: Cruzar la calle.

Andy recordó haber escuchado por uno de los otros niños del preescolar -por lo cual no era de toda confianza- que decía haber cruzado solo la calle, que el truco estaba en los "postes alto de las dos luces" (Andy sabía que tenían un nombre, pero no lo recordaba ni le importó hacerlo).

Según aquel niño, la luz roja era para detenerse, la luz verde para cruzar rápido. Podría ser al revés, pero no podía darse el lujo de esperar. También dijo que en el poste más alto funcionaba a la inversa.

La luz estaba en rojo y de vez en cuando uno que otro automóvil pasaba. Ese es el verdadero peligro -Pensó tragando saliva- un paso en falso puede ser el único.

Luz verde (luz Roja en el más alto).

El chico cruzó corriendo con los ojos cerrados, un disparo de adrenalina y miedo le impulsaban.

Un auto venía.

En ese momento Andy pudo haber rezado todas las plegarias y oraciones que conocía, pero, como dijo aquel chico, la luz roja detuvo el auto. Se encontró cubriéndose con ambas manos y el rostro en una mueca de terror.

Pero el auto se quedó ahí, detenido por el poder del poste de luces. El niño hizo un gesto de agradecimiento con el dedo pulgar y termino de cruzar.

Al caminar por la nueva acera, se percató de lo desierta que estaban las calles, luego de los días de fiesta, la gente parecía querer descansar. Meditó sobre esto mientras sorteaba otra alcantarilla sin tapa: Todos menos él: él y el ciervo.

Pasó entonces frente a una casa que llamó su atención, grande y bonita. Pero, el mayor atractivo de esta era el rosal que había en el jardín. Incluso el niño, de escasos conocimientos hortícolas, se maravillaba ante lo sanas y rojas que eran. Esas flores que perfumaban esa parte de la calle parecían tener algo hipnótico.

Entonces, la emoción del niño se tornó en desconfianza, desconfianza a esa planta que parecía querer detenerle de su búsqueda. Giró sobre sus talones, dispuesto a reanudar la marcha, cuando una voz le detuvo.

—¿Andy? —dijo la dulce voz que el crío conocía tan bien—. ¿Estás solo?

Andy se volvió para encontrarse con la hermosa. Jenna que le hablaba desde el otro lado de la cerca. La Jenna de la que se enamoró, la Jenna a la que le regalo unas cuantas golosinas, la Jenna a quién —al salir de clase, bajo el viejo árbol— le había robado un beso.

Un rubor coqueto marcó las mejillas de la dulce niña.

—Sí, estoy solo —confesó—. Estoy en una búsqueda.

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