Prólogo: La falsa utopía
Era una época cálida. Los Dioses bendecían los campos con cosechas fértiles, a las mujeres con natural belleza y, a los ricos, con más riquezas. Solo se olvidaban de una cosa; algo muy importante y que hacía que ésta aparente utopía no fuera más que un asqueroso sumidero de injusticia que a nadie parecía importarle: los pobres cada vez lo eran más. Mientras los ricos se regocijaban en sus enormes montañas de de oro y riquezas, aquellos que más lo necesitaban luchaban por poder alimentar a su prole o se debatían entre plantar más trigo o alimentar a su ganado.
Algunos héroes, conscientes de ésta triste realidad intentaron luchar contra ésta injusticia. Tanto con palabras cómo con espadas, el resultado siempre era el mismo: La cabeza clavada en una estaca, que sirviera cómo ejemplo a los demás temerarios que pensaran en emprender alguna represalia. Un triste final para gente con tan buenas intenciones.
Era una calurosa noche de segunda cosecha, nuestro Rey, Almar, se prepara para... abordar... alguna fulana. Tantas cortesanas habían pasado por ese catre que hasta el mismísimo Jerome el Negro -un hombre grande y violento, con la cara marcada cicatrices con todo tipo de formas, y colores, nombrado así por ser la sombra del rey en todo momento. Literalmente TODO momento- había perdido la cuenta.
Pero aquella era una noche especial pues aquella fulana, no lo era del todo. Cómo de costumbre, Almar fue el primero en desvestirse -sobra decir que era conocido cómo un verdadero cerdo, pero eso no viene al caso ahora- La cortesana, de nombre Merileth se retiró solo la falda, dejando al descubierto sus pequeñas y cuidadas piernas. De una tez clara cómo bañada por la nieve y un pelo naranja cómo los rayos de Sol en Verano, Merileth, era una belleza digna de admirar.
La chica se sentó sobre el casi desnudo Rey mientras éste reía cuál hiena drogada. Se atragantaba con su propia saliva y entre carcajada y carcajada soltaba un gruñido cómo el de un jabalí obeso. Merileth le miró a la cara con sus ojos naranjas que ardieron en su piel y sonrió. Almar se percató de la situación pero era ya demasiado tarde. La joven chica, con un rápido y preciso movimiento desenvainó un cuchillo escondido en su manga y le atravesó el pecho. Asqueroso, -dijo mientras la sangre salía a borbotones, cómo de una fuente élfica- morirás lenta y dolorosamente. Desangrándote cómo el cerdo que eres.
Así acabó la era del temible Rey Almar, pero... Así comenzó la era de Senrath, un hombre cuya sed de venganza y maldad no tenía rival. A su lado, Almar era un santo. Así empezó la era de la duda, una era de injusticia en la que ya no valía la pena revelarse...