El sabor de la tristeza

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No paraba de repetir que la tristeza era algo que se sentía, algo mental, que no se podía ver, oler o inclusive degustar o probar. No quería creerlo, pero estaba llorando de nuevo.

Frente al pequeño espejo de mármol que se encontraba en su ostentoso vestíbulo, estaba su reflejo.

Su cara pálida con dos grandes círculos rojos alrededor de sus ojos, encerraban toda la rabia contenida en su interior.

Sus ojos almendrados con las venas expuestas como protuberancias y sus pequeños párpados caídos, reflejaban todo el tiempo que había estado llorando en su soledad.

Sus pequeñas cejas perfiladas ya no tenían ese arco tan pronunciado como siempre, ahora estaban caídas, como si estas se hubiesen rendido.

Sus manos, pintadas con su característico barniz violeta temblaban, y lo hacían sin parar, intentando limpiar el rastro de rímel negro que se acumulaba bajo sus ojeras.

Sus labios hinchados, rosados como el atardecer que estaba presenciando, atrapaban todas las lágrimas que por sus mejillas rodaban. Salado y amargo.

Entonces, todo la golpeó, fue en ese preciso instante en el que comprendió que la tristeza sí tenía sabor.

Tenía sabor a dolor.
Tenía sabor a él.
Tenía sabor a sal.

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Las preguntas de cualquier mujer con el corazón rotoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora