Erich Zann

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  He examinado con el mayor detenimiento los mapas de la ciudad, sin lograr nuncaencontrar de nuevo la Rue d'Auseil. No todos los mapas eran modernos, pues soy conscientede que los nombres cambian. Antes al contrario, he indagado exhaustivamente en la historialocal y he explorado personalmente cualquier parte, cualquiera que fuera su nombre, quepudiera corresponderse con la calle que yo conocí como Rue d'Auseil. Pero, a pesar de todoesto, ahí queda el humillante hecho de que no puedo encontrar la casa, la calle o incluso elbarrio donde, en los últimos meses de mi agobiada vida como estudiante universitario demetafísica, escuché la música de Erich Zann. No me extraña que me falle la memoria, ya que mi salud, tanto física como mental,estaba seriamente mermada durante la época en que residí en la Rue d'Auseil, y recuerdo quenunca lleve hasta allí a ninguna de mis escasas amistades. Pero resulta extraño y singular elque no pueda volver a encontrar la calle, ya que se hallaba a media hora de camino de launiversidad, y se distinguía gracias a particularidades que serían difíciles de olvidar paracualquiera que las hubiera visto. Nunca he conocido a nadie que haya visto la Rue d'Auseil. La Rue d'Auseil se encontraba cruzando un río oscuro flanqueado de altos almacenesde ladrillo, y era salvado por un sólido puente de piedra oscurecida. Siempre reinaban lastinieblas junto a ese río, como si el humo de las cercanas factorías velaran perpetuamente elsol. Asimismo, el río apestaba a malsanos hedores que nunca antes había aspirado, y quepueden serme de ayuda algún día en mi búsqueda, ya que podría reconocerlos al instante. Alotro lado del puente se abrían angostas calles de adoquines y traviesas, y después venía lacuesta, suave al principio, pero ya increíblemente empinada al llegar a la Rue d'Auseil. Nunca antes he visto una calle tan estrecha y escarpada como la Rue d'Auseil.Resultaba casi un barranco, cerrada al tráfico, formada en ciertas partes por tramos deescaleras y rematando en lo alto en una tapia elevada y cubierta de hiedra. El pavimentoresultaba irregular, hecho a veces de lajas de piedra, a veces de adoquines y a veces de tierradesnuda en la que brotaba una tenaz maleza gris verdosa. Las casas eran altas y de tejadospicudos, increíblemente viejas e inclinadas sin ton ni son hacia delante, detrás o los lados. Aveces un par de casas enfrentadas, ambas vencidas hacia delante, casi llegaban a juntarsesobre la calle, como un arco, y en verdad robaban casi toda la luz al terreno de debajo. Habíaunos cuantos puentes volantes que saltaban de casa a casa sobre la calle. Los habitantes de esta calle me causaban una peculiar impresión. Al principio penséque se debía a su talante silencioso y reservado; pero más tarde concluí que era causado porel hecho de que todos eran muy viejos. No sé cómo acabé viviendo en una calle así, pero noestaba muy en mis cabales al mudarme. Había vivido en multitud de cuchitriles, siempredesahuciado por falta de dinero, hasta arribar a esa casa destartalada de la Rue d'Auseil,regentada por Blandot, un paralítico. Se trataba de la tercera casa a partir del final de la calle,y con mucho era la más alta de todas. Mi cuarto estaba en la quinta planta, la única con inquilino, ya que la casa estaba casivacía. La noche de mi llegada oí una extraña música proveniente de la picuda buhardilla dearriba, y al día siguiente interrogué al respecto al viejo Blandot. Me contestó que se trataba deun viejo violinista alemán, un extranjero mudo que firmaba como Erich Zann, y que tocabapor las tardes en la orquestilla de un teatro, añadiendo que el deseo de Zann de tocar durantelas noches, a la vuelta del teatro, era lo que le había llevado a elegir su alta y aislada 2buhardilla, cuya ventana de gablete era el único lugar de la calle desde donde uno podía otearmás allá del muro de remate, hacia el declive y la panorámica de más allá. A partir de entonces pude escuchar cada noche a Zann, y aunque me mantenía envela, me sentía tocado por lo ajeno de su música. Sabiendo poco de ese arte, estabaconvencido de que ninguna de aquellas composiciones tenía relación alguna con cualquiermúsica que hubiera escuchado antes, y llegué a la conclusión de que estaba ante uncompositor de un genio sumamente original. Cuanto más escuchaba, más fascinado me sentía,hasta que al cabo de una semana me decidí a ganarme la amistad del anciano. Una noche, a la vuelta de su trabajo, me hice el encontradizo con Zann en el vestíbuloy le comenté que me gustaría conocerlo, así como acompañarlo mientras tocaba. Se trataba deun personaje bajo, delgado, cargado de hombros, de ropas raídas, ojos azules, rostro grotescocomo el de un sátiro y casi calvo. A mis primeras palabras pareció irritado y temeroso a untiempo. Mi talante, abiertamente amistoso, lo aplacó no obstante al final, y de mala gana meinvitó por señas a seguirlo por las escaleras oscuras, crujientes y temblorosas del ático. Sucuarto, uno de los dos que había en la empinada buhardilla picuda, miraba al este, hacia lagran tapia que formaba el remate superior de la calle. Era de gran tamaño y parecía aúnmayor gracias a su extrema desnudez y abandono. El mobiliario consistía tan solo en unestrecho jergón de hierro, una desconchada palangana, una mesa pequeña, una gran librería,un atril de hierro y tres sillas vetustas. Las partituras se apilaban en desorden por los suelos.Los muros eran de tablazón desnuda, y seguramente jamás conocieron el yeso, al tiempo quela abundancia de polvo y telarañas acentuaban la impresión de que el lugar estaba másabandonado que deshabitado. Sin duda, el mundo de belleza de Erich Zann se hallaba enalgún lejano cosmos de la imaginación. Invitándome a sentarme, el mudo cerró la puerta, echó el gran pestillo de madera yencendió una vela para hacer compañía a la que había traído consigo. Luego sacó el violín desu apolillada funda y, empuñándolo, se sentó en la menos incómoda de las sillas. No empleóel atril, pero sin una vacilación, tocando de memoria, me encandiló durante una hora conmelodías nunca antes oídas, melodías que debían ser creaciones suyas. Describirlas conexactitud es algo imposible para un lego en música. Se trataba de algo así como una fuga, conpasajes recurrentes de una cualidad de lo más fascinante, pero lo más notable fue la ausenciade cualquiera de las extrañas notas que había escuchado arriba, desde mi cuarto, en anterioresocasiones. Recordaban bien esas notas obsesivas, y a menudo las había tarareado y silbadotitubeante para mí mismo, por lo que cuando el músico bajó al fin su arco le pregunté sipodría brindarme alguna de ellas. Apenas comenzada mi solicitud, el arrugado rostro desátiro perdió su aburrida placidez que luciera durante la interpretación, pareciendo mostraresa misma y curiosa mezcla de ira y temor que ya advirtiera la primera vez que abordé alanciano. Por un momento intenté la persuasión, achacando de forma bastante ligera su actituda un ramalazo de senilidad, e incluso intenté despertar el extraño humor de mi anfitriónsilbando algunos de los acordes que oyera la noche antes. Pero no insistí más que unmomento, ya que, apenas reconocer el silbido, el rostro del músico mudo se contorsionó enun gesto que se encontraba más allá de cualquier análisis, y su mano derecha, larga, fría yhuesuda, se levantó para silenciar mi boca y su tosco remedo. Al hacerlo dio otra muestra deexcentricidad lanzando una ojeada inquieta a la solitaria ventana, cubierta de cortinas, comosi temiera alguna intrusión... una mirada doblemente absurda por cuanto la buhardilla sealzaba alta e inaccesible sobre los tejados vecinos, y siendo esa ventana, tal como me dijera elconserje, el único lugar de esa empinada calle y la única desde la que uno podía ver el murode lo alto. La mirada del viejo me trajo a la cabeza el comentario de Blandot, y se me antojócontemplar el vasto y vertiginoso panorama de tejados a la luz de la luna, así como las luces 3al otro lado de la cima de la colina, de las que, de entre todos los habitantes de la Rued'Auseil, sólo este asilvestrado músico podía disfrutar. Me acerqué a la ventana e iba a abrirlas indescriptibles cortinas cuando, con una espantada rabia aún mayor que la de antes, elmudo huésped volvió a abalanzarse sobre mí, en esta ocasión señalándome la puerta con lacabeza mientras trataba de arrastrarme con las manos. Completamente disgustado ahora conmi anfitrión, le exigí que me soltase, diciéndole que me iría en el acto. Su apretón aflojó y,viéndome molesto y ofendido, su propia furia pareció disiparse. Volvió a oprimir mi brazo,esta vez en gesto de amistad, conduciéndome hasta una silla; entonces, con gesto pensativo,fue hasta la abarrotada mesa y allí escribió algunas palabras a lápiz en el trabajoso francés delos extranjeros. La nota que acabó tendiéndome era una súplica de tolerancia y perdón. Zann decía seranciano, solitario y afligido por extraños miedos y problemas nerviosos relacionados con sumúsica, entre otros motivos. Se sentía honrado por mi interés hacia su música y esperaba quevolviera a visitarle, sin tener en cuenta sus excentricidades. Pero no podía tocar para otra personasus extrañas melodías, ni podía dejar que las oyesen; ni permitir que nadie tocase nadaen ese cuarto. Hasta nuestra conversación en la sala, no había sabido que podía oírle tocardesde mi alcoba, y ahora me rogaba que, si podía, arreglase con Blandot el instalarme en unahabitación más baja, desde la que no pudiera escucharle de noche. Él, afirmaba, pagaría ladiferencia de precio. Mientras estaba sentado, descifrando su execrable francés, me sentí más dispuestohacia el anciano. Era víctima de padecimientos físicos y nerviosos, tal como yo; y misestudios metafísicos me habían enseñado la virtud de la caridad. En el silencio hubo un ligerosonido en la ventana -la contraventana debió golpetear en alas del viento nocturno-, lo quepor alguna razón sobresaltó violentamente a Erich Zann. Cuando acabé de leer, estreché lamano de mi anfitrión y me fui como amigo. AI día siguiente, Blandot me asignó un cuartomás caro en la tercera planta, entre la alcoba de un viejo usurero y la habitación de unrespetable tapicero. No había nadie en la cuarta planta. No tardé en descubrir que el interés de Zann por mi compañía no era tan grande comoparecía cuando me convenció para que me mudase de la quinta planta. Nunca me invitaba, y,cuando yo mismo lo hacía, parecía disgustado y tocaba indiferente. Era siempre de noche...dormía de día y no recibía a nadie. Mi aprecio por él no creció, pero la habitación del ático yel extraño músico parecían ejercer una rara fascinación sobre mí.Sentía un curioso deseo de mirar a través de esa ventana sobre el muro y las invisiblesladeras, sobre los resplandecientes tejados y los chapiteles que debían desplegarse más allá.Una vez acudí en horas de teatro a la buhardilla, cuando Zann no estaba, pero la puerta sehallaba cerrada con llave. Lo que sí conseguí fue el escuchar los conciertos nocturnos del viejo mudo. Alprincipio iba de puntillas hasta mi antiguo cuarto de la quinta planta, luego me hice lobastante audaz como para ascender por el último y crujiente tramo de escaleras hasta lapicuda buhardilla. En el angosto descansillo, al otro lado de la puerta, trancada y con lacerradura ocluida, escuchaba a menudo sonidos que me llenaban de un miedo indefinible...miedo a prodigios indefinidos y misterios acechantes. No es que tales sonidos fuesenespantosos, pues no lo eran, pero contenían vibraciones que sugerían cosas que no eran deeste mundo y, a intervalos, asumían una cualidad sinfónica que a duras penas podía creer elproducto de un sólo músico. Con el paso de semanas, la interpretación se volvió más salvaje,mientras el viejo músico se tornaba cada vez más ojeroso y furtivo que lo hacían lastimoso dever. Ahora rehusaba admitirme en momento alguno, y me rehuía cada vez que nos topábamosen las escaleras. Y una noche, mientras escuchaba al pie de la puerta, oí cómo el chirriante violínestallaba en una caótica babel de sonidos; un pandemónium que podría haberme hecho dudar 4de mi propia y tambaleante cordura de no haberme llegado de detrás de esa puerta cerradauna lastimera prueba de que el horror era real... ese grito espantoso, inarticulado, que sólo unmudo puede proferir, y que se desata sólo en momentos del más terrible miedo o angustia.Golpeé insistentemente la puerta sin obtener contestación. Entonces esperé en el oscurorellano, estremecido de miedo y frío, hasta oír los débiles esfuerzos del pobre músico porincorporarse con ayuda de una silla. Creyéndolo recobrarse de un desmayo, reanudé losgolpes a la vez que pronunciaba mi nombre para tranquilizarlo. Escuché cómo Zann setambaleaba hacia la ventana y cerraba contraventana y cortina; después fue trastabillandohasta la puerta y la abrió titubeante. Esta vez su gozo al verme fue real, ya que su semblantedesencajado resplandecía de alivio mientras se aferraba a mi chaqueta como un niño a lasfaldas de su madre. Temblando de forma patética, el viejo me hizo sentar en una silla, al tiempo que élocupaba otra, junto a la que su violín y arco yacían de forma descuidada sobre el suelo.Permaneció algún tiempo inmóvil, cabeceando de forma extraña, ofreciendo una paradójicainsinuación de escucha intensa y espantada. Después pareció quedar satisfecho y, pasando auna silla junto a la mesa, escribió una breve nota, me la tendió y regresó a la mesa, dondecomenzó a escribir rápida e incesantemente. La nota me rogaba encarecidamente, y si queríasatisfacer mi curiosidad, que esperase en mi sitio mientras él preparaba un registro completoen alemán de todos los prodigios y terrores que le habían acaecido. Aguardé, y el lápiz delmudo volaba. Quizás una hora mas tarde, mientras yo aún esperaba y las hojas que el viejo músicorellenaba febrilmente continuaban apilándose, vi sobresaltarse a Zann como tocado por unhorrible estremecimiento. Sin lugar a dudas, miraba a la ventana cubierta por cortinas yescuchaba estremecido. Entonces me pareció a medias oír un sonido; aunque no era nadahorrible, sino que, por el contrario, se trataba de una nota musical sumamente baja einfinitamente distante, sugiriendo un intérprete que se hallase en una de las casas de lavecindad, o quizás en alguna morada del otro lado del muro sobre el que nunca había llegadoa mirar. Pero el efecto fue terrible para Zann, ya que, dejando caer el lápiz, se alzóbruscamente, empuñó el violín y comenzó a desgarrar la noche con la más extraordinariainterpretación que jamás haya oído nacer de ese arco, fuera de lo escuchado junto a la puertacerrada. Sería infructuoso describir la interpretación de Erich Zann en esa noche espantosa.Resultaba más horrible que cualquier otra cosa que yo hubiera escuchado, ya que ahora veíala expresión de su rostro, y podía comprender que el motivo era un miedo atroz. Intentabahacer ruido para mantener algo a raya o quizás ahogar sus sonidos... el qué, no puedoimaginarlo, aunque creo que debía tratarse de algo terrible. La ejecución se volvía fantástica,delirante e histérica, aunque manteniendo hasta el fin las cualidades de supremo genio que,como yo bien sabía, poseía aquel singular anciano. Reconocía los sones –se trataba de unasalvaje danza húngara, popular en los teatros, y por un instante pensé que era la primera vezque oía a Zann acometer la obra de otro compositor. Más y más alto, más y más salvaje, subían el chirrido y el gemir de aquel violíndesesperado. El músico estaba empapado en sudor y se contorsionaba como un mono, sindejar de mirar frenéticamente hacia la ventana cubierta por la cortina. En sus extraordinariascontorsiones, casi podía adivinar sátiros y bacantes bailando y girando enloquecidos a travésde hirvientes abismos de nubes y humo y relámpagos. Y entonces creí escuchar una nota másaguda y persistente que la del violín; una nota calmosa, deliberada, intencionada, burlona,que llegaba de muy lejos hacia el oeste. En ese momento la contraventana comenzó a batir empujada por un rugiente vientonocturno que se había alzado en el exterior a la par que el loco concierto de dentro. Elchirriante violín de Zann ahora se impuso emitiendo sonidos que yo no creía posibles en un 5instrumento así. La contraventana batió más fuerte, suelta, y comenzó a golpear la ventana. Elcristal saltó en pedazos bajo los golpes repetidos y el viento frío entró, haciendo chisporrotearlas velas y arrebatando los folios de la mesa donde Zann había comenzado a transcribir suhorrible secreto. Miré a Zann y vi que se hallaba más allá de cualquier relato imparcial. Susojos azules estaban desorbitados, vidriosos, ciegos, y la frenética interpretación se habíaconvertido en una irreconocible orgía, ciega, mecánica, que ninguna pluma puede aspirarsiquiera a insinuar. Un soplo repentino aun más fuerte que los demás, arrebató el manuscrito y lo llevóhacia la ventana. Perseguí con desesperación las hojas volantes, pero se fueron antes de quepudiera llegar a los cristales rotos. Entonces recordé mi antiguo deseo de mirar por esaventana, la única en la Rue d'Auseil desde la que uno podía contemplar la ladera al otro ladodel muro y la ciudad que se extendía más allá. Estaba muy oscuro, pero las luces de la ciudadpermanecían encendidas, y yo esperaba verlas a. pesar de la lluvia y el viento. Pero aunqueme asomé a esa alta ventana de buhardilla, miré mientras las velas chisporroteaban y el locoviolín aullaba al compás del viento nocturno, no vi ciudad alguna abajo, ni luces amigablesresplandeciendo desde calles reconocibles, sino sólo la oscuridad del espacio ilimitado;inimaginable espacio viviente, con movimiento y música, careciendo de semejanza algunacon nada de esta tierra. Y mientras permanecía allí, mirando aterrorizado, el viento apagó lasvelas de la antigua buhardilla picuda, sumiéndome en una salvaje e impenetrable oscuridad,con caos y pandemónium ante mí, y la demoníaca locura del violín aullando en la noche amis espaldas. Retrocedí tambaleándome en la oscuridad, sin medios para encender la luz, chocandocon la mesa, volteando una silla y finalmente abriéndome paso hacia el lugar donde laoscuridad gritaba con la estremecedora música. Debía hacer algo para salvarnos a Erich Zanny a mí mismo, cualesquiera que fueran los poderes que se nos enfrentaban. En cierta ocasióncreí sentir el roce de algo helado y grité, pero mi grito fue acallado por aquel espantosoviolín. Repentinamente, en la oscuridad, el enloquecido vaivén del arco me tocó y supe queestaba junto al músico. Tanteando, toqué el respaldo de la silla de Zann, y luego encontré ysacudí su hombro intentando hacerle volver en sí. No respondió, y el violín chirriaba sin pausa. Alcé la mano a su cabeza, cuyomecánico agitar pude detener y le grité en el oído que debíamos escapar de los desconocidosseres de la noche. Pero ni me respondió ni detuvo el frenesí de su inexplicable música,mientras que por toda la buhardilla parecían danzar extrañas corrientes de viento entre laoscuridad y la confusión. Al tocar con la mano su oreja me estremecí, aunque sin saber porqué... no lo supe hasta que palpé su rostro inmóvil; el rostro frío como el hielo, rígido, sinrespiración, cuyos ojos se desorbitaban en vano mirando el vacío. Y entonces, merced a algúnmilagro, alcancé la puerta y el gran pestillo de madera, y huí desesperadamente del ser deojos vidriosos en la oscuridad, y del espectral aullido de ese maldito violín cuya furia crecíasegún yo escapaba. Saltando, volando, huyendo por esas escaleras sin fin a través de la casa a oscuras;corriendo a ciegas por esa calle estrecha, empinada y antigua, llena de escalones y casasinclinadas; bajando escalinatas y corriendo sobre adoquines hacia las calles inferiores y elpútrido río encajonado; cruzando jadeante el gran puente oscuro hacia las calles y bulevaresmás amplios y salubres que me resultaban conocidos; aún guardo todas esas impresiones. Yrecuerdo que no había viento ni luna, y que todas las luces de la ciudad resplandecían. A pesar de mis búsquedas e indagaciones más cuidadosas, nunca he podido dar con laRue d'Auseil. Pero tampoco me pesa tanto, ya sea por esto o por la pérdida en abismos nosoñados de las hojas de letra apretada que eran lo único que podrían haber explicado lamúsica de Erich Zann  

La Música De Erich ZannWhere stories live. Discover now