Lo que duele

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Como corolario de un proceso de psicoterapia que había comenzado unos años atrás; ambos, psicóloga y paciente, habían acordado encontrarse fuera del espacio que habitualmente los convocaba, para hacer lo que solían hacer en el consultorio pero de una manera más descontracturada, permitiéndose escapar a sus roles característicos.

Ella le había mencionado en varias oportunidades y sin demasiados reparos, que le resultaba placentero trabajar con él, a diferencia de lo que le sucedía con muchos otros pacientes con los que no encontraba del todo su lugar: ese reflejo, ese eco de lo que a cada quien hiere muy en lo profundo; sin importar los títulos, certificaciones, ni los años de terapia propia o supervisión que se tengan acumulados.

Camila, además, siempre se había mostrado interesada en hacer todo lo que estuviera a su alcance para colocar paños fríos sobre el singular y enmarañado padecimiento de Facundo, capaz de convertirle el ceño fruncido en moneda corriente, y las risas espontáneas en turistas de veranos bisiestos.

En concreto, ella se aferraba a una idea colmada de esperanza y buenas intenciones, cuyo contenido rezaba que, en el mejor de los casos y con su comprometida ayuda, él finalmente resolvería alguno de los tantos problemas que lo aquejaban. Uno de los cuales, era precisamente su dificultad para establecer y mantener vínculos genuinos. En otras palabras, cuán ferozmente se resguardaba en su fortaleza tecnológica ubicada en el departamento "A" de un cuarto piso —donde además desarrollaba a diario una relación muy simbiótica con Cano, su perro, que del mismo modo que ofrecía cariño incondicional, lo demandaba habiéndose convertido en extremadamente dependiente y falderito— y qué complicado le resultaba conectar con otros seres humanos, más aún luego del tumultuoso final de la relación de noviazgo que mantuvo durante seis años con Javier. Por todo esto, la salida programada constituía un negocio redondo por donde se la mirase.

La cita se terminó de definir mediante un mensaje de WhatsApp, de un sábado para un domingo, y tal como habían acordado en la última sesión, irían a tomar unas birras en un horario en el que fuera un poco tarde para merendar, pero todavía temprano para cenar: ella debía regresar a compartir la mesa vespertina con su novio, con quien convivía hacía ya unos años, y a prepararse para comenzar una nueva semana laboral.

A eso de las siete y media, Camila pasó en su auto a buscar a Facundo por su departamento, y si bien lo hizo porque quedaba de paso para dirigirse hacia el sector de la ciudad que habían acordado visitar, él recordó que nunca había aprendido a manejar y consecuentemente uno de sus tantos prejuicios de género se activó casi de forma instantánea: lo lógico hubiera sido que él la pasara a buscar a ella.

Facundo manifestaba abiertamente su indiferencia hacia los vehículos; desconociendo marcas, modelos y partes. Guardabarro, chasis, paragolpe... había escuchado esas palabras varias veces y sabía que formaban parte del diccionario básico del hombre de barrio, pero a él incluso la palanca de cambios le resultaba completamente ajena; habiendo llegado al punto de jactarse, además, de no saber cuál de los pedales se utilizaba para acelerar y cuál para frenar.

De cualquier manera, si había algo que además le costaba a Facundo, era precisamente engañarse a sí mismo. En el fondo sabía que el rechazo que aparentaba era en realidad miedo disfrazado, miedo a que, como solía suceder habitualmente, su mente se entrometiera en la situación, transformando algo que debería ser placentero en una tortura china. Miedo, en este caso puntual, a que su mente se interpusiera entre su cuerpo y el volante y terminara provocando algún accidente fatal, para él mismo y peor aún, para terceros.

Con la premura que ameritaba la situación, Facundo se despidió de Cano —quien temblaba y llorisqueaba por la inminente partida de su amo— mientras tropezaba con su abrigo, billetera y llaves. Este era el primer paso de un meticuloso plan, que básicamente consistía en hacer que Camila se sintiera a gusto con él, para que la salida pudiese repetirse en un futuro cercano, y por qué no convertirse en parte de una agradable rutina. Con la misma intensidad con la que Facundo evitaba relacionarse con sus congéneres, ansiaba con desesperación una conexión que fuera lo suficientemente intensa como para que los avatares del tiempo y de los intercambios humanos no pudieran cercenarla.

Lo que dueleWhere stories live. Discover now