La madre está plañendo, pues su alma hecha jirones le entrecorta la respiración.
Copiosos torrentes de sanguinolentas lágrimas ella hoy sigue derramando.
Esa supurante llaga que le horada las entrañas y le carcome sin piedad el corazón
se alimenta del incesante lamento de sus hijos que se están yendo a la destrucción.
El sediento suelo se ha vestido con los cenicientos restos de la agonizante pradera.
Uno tras otro, estrepitosamente van cayendo los vigorosos señores del bosque.
El mortecino hálito de las criaturas aladas y de los escamosos habitantes de las aguas
raudamente se amalgama con la densa humareda grisácea que intoxica nuestro aire.
Las gélidas murallas del níveo reino boreal avanzan con celeridad hacia su desplome.
Hídricos mausoleos anegan con sus escurridizos tentáculos vastas regiones del orbe.
Colosales ejércitos zumbantes de minúsculos guerreros portan consigo letales pestes
cuyas incorpóreas garras le arrebatan el aliento de vida a la frágil especie humana.
Portentosas vorágines e imparables borrascas estremecen a los mares y los campos.
Millares de hambrientas bocas claman por una mísera hogaza de pan que no llegará.
Furibundas llamaradas se cuelan por entre los resquicios de este agónico planeta
que hacia una inapelable condena de exterminio fue lanzado sin siquiera ser juzgado.
La ególatra quimera de la codicia posee de todos los hombres su lealtad y obediencia.
Nadie jamás se ha atrevido a cuestionar los designios de su majestad el consumismo.
La sufriente Tierra hoy se arrodilla y con vehemencia extiende una última súplica:
“Ten piedad de Pachamama, pues si ella ha de morir, tú has de morir junto con ella.”