LA AMERICANA

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Necesitaba un cambio de aires. Me aburría la monótona vida industrial de Monterrey y entonces tenía veinticuatro años y con una carrera terminada que no ejercía. Cuando eres joven eres lanzado a las instituciones y eliges una carrera, si eres muy pendejo te dejas llevar por lo que te dicen los profesores y por lo que otros compañeros igual de pendejos que tú te dicen, sin cuestionarte, sin probar cosas nuevas, sin plantearte la posibilidad de romper los esquemas. Si no eres tan pendejo probablemente te vas a quejar de que todo es una mierda y vas a sentirte diferente por no pensar linealmente pero serás absorbido por la gran mentira en la que no crees porque no tienes convicción o te da miedo perder la comodidad; en otras palabras te convertirás en eso que odias. En cambio si te agarras los huevos te irá valiendo verga que se rían de tus ideales, que te digan que no tienes talento, que te digan que no vas a salvar al mundo. Si te agarras los huevos vas a volar y será como cuando agarras impulso en una patineta para brincar un obstáculo: probablemente de des un buen chingazo pero vas a estar del otro lado. Eso fue lo que yo había hecho. Nunca me ha importado que me llegue cualquier etapa de la vida. Desde que pierdes el temor ya eres como un tornado, la juventud es sólo un pensamiento que a algunos les dura hasta los treinta. Otros como yo abstraemos la ilusión del tiempo para no encasillarnos en límites. El punto es que quería escribir canciones, pero el entorno necesitaba renovarse y para que pudiera suceder tenía primero que pasar una revolución en mis adentros que sólo me daría la lejanía y la soledad; fue lo que pensé. Llegué un domingo de septiembre al mediodía y todo era tal como el último domingo que estuve: la avenida Juárez repleta de bicicletas y hermosos culos en pequeños shorts y patines. Si no agarro una vieja estando aquí es porque estoy muy pendejo me dije mientras arrastraba la maleta y hacía una pequeña parada en el Parque Rojo para fumar un cigarro. Miré alrededor y en las jardineras, un montón de hombres se besaban con otros hombres, un tipo daba un taller de composta y en otra jardinera colgaban de un árbol unas telas para danza aérea. Ahora era momento de preocuparme por lo fundamental: un lugar para rentar. Di varias vueltas buscando cuartos por la calle López Cotilla, el Expiatorio, Mexicaltzingo, Libertad hasta que la tarde se inmutó a un color gris que anunciaba lágrimas del cielo. En mi bolsillo tenía apuntado el número de un tipo llamado Héctor que descubrió mis canciones en la web. Le llamé y su casa quedaba cerca de avenida Enrique Díaz de León. Lo fui a visitar y cuando la tempestad se tranquilizó dimos de nuevo una vuelta para buscar cuartos. La lluvia se dejó venir nuevamente y regresamos a su casa. En la sala había una mesita de madera con revistas y periódicos, un comedor, alrededor unas sillas y varios atriles con sus respectivas guitarras. Me presentó a su novia. Los dos eran de Nuevo Laredo y llevaban cerca de dos años viviendo en Guadalajara. Héctor quería ser músico pero estaba muy frustrado como la mayoría; tenía sus temas pero constantemente sentía que no alcanzaba la perfección y se esforzaba demasiado sin dejarse fluir.

A mí siempre me valió madre componer ya que si quería decir algo lo decía pero mi camarada era muy metódico y perdía lo más importante que tiene un creador: el sentimiento de sobrepasar la idea de cualquier metodología. Tomamos unas cervezas y cuando la lluvia paró nuevamente salimos a comprar caguamas y a fumar un poco mirando hacia la calle. Héctor decía que le preocupaba tener veintisiete años y no haber logrado nada trascendente con la música. Yo no sé a lo qué se refería con trascendente. ¿Es acaso grabar un disco o estar arriba de muchos escenarios con gritos? Creo que lo trascendente del artista es cuando a pesar de todos los fallos o las críticas siente haber plasmado un poco de su alma en un poema, una canción, una pintura, una novela, una última danza (como la danza del guerrero de la que hablaba Don Juan Matus) cualquier pendejada que lo libre de buscar la gloria en las bocas que sólo responden a la opinión. Pero bueno cada quien tiene su concepción del mundo y mi preocupación era que no me cayera la noche sin un techo y mi amigo me dijo que me quedara a dormir ahí ya que eran casi las once como para salir a buscar hostales. Me quedé en su cuarto que estaba en proceso de convertirse en un estudio y toqué algunas canciones mientras nos fumábamos las bachas. Al día siguiente traía un poco de hambre y Héctor ya estaba despierto, yo no traía prisa por encontrar un cuarto pero al parecer el traía prisa de que yo dejara su casa y por ello cuando lo encontré en el comedor junto a la sala él ya tría el periódico leyendo la sección de cuartos en renta y me decía que agarrara el teléfono y marcara. Yo traía como tres mil pesos y el cuarto que encontré costaba como dos mil cuatrocientos. La casa estaba en la calle Venezuela junto a La Paz. El tipo que me atendió se llamaba Manuel era un hombre de Ocotlán moreno con bigote y una voz un poco gangosa. El cuarto tenía cable, internet, una cama, closet y estaba adaptado a lo que era la cochera.

Su esposa era una vieja con un genio de mujer frustrada, tenía muchos gatos en la cocina a los que les hablaba como si fuesen sus hijos. Le di las gracias a Héctor aunque en verdad quería mandarlo a la verga por ser tan mamón. Aunque si no hubiese sido tan mamón yo probablemente me habría hecho pendejo para buscar un lugar en renta y paulatinamente iría perdiendo el poco dinero con el que llegué a la Perla de Occidente. Tan pronto como me instalé hice lo que más me gustaba hacer: dormir. Cuando desperté eran como las cuatro de la tarde y salí a buscar trabajo a la antigua: dejando solicitudes en restaurantes. Me contrataron en un lugar llamado La Nacional donde el gerente era un tipo pelón y la mayoría de los empleados homosexuales. Duré alrededor de diez horas en ese trabajo. Todos los trabajos de mesero son una mierda. Me dieron las propinas de ese día y al salir vi a un vagabundo durmiendo afuera de una farmacia cubierto de cartones y dejé todo ese dinero justo a un lado de su cabeza. La semana siguiente me contrataron en otro restaurante cerca de avenida Patria. El giro era de mariscos y clamato, el dueño se llamaba Osiris y era un chico tal vez dos o tres años mayor que yo. Me agradó el tipo porque no era un jefe que se exigía demasiado a pesar de ser el dueño. Me cayó tan bien que duré todo el fin de semana trabajando ahí. El lugar era frecuentado por tipos con camisas Ed Hardy y horribles gorras con cruces de diminutos brillantes, arribaban en camionetas de cabina y media, pedían whiskey y eran acompañados por mujeres muy guapas pero al escucharlas hablar uno se daba cuenta que tenían la primaria trunca, las mesas eran de plástico con el emblema de cerveza corona. El lunes llovía por toda la ciudad y al ver el cielo nublado y sentir el frío de la humedad en mi cuarto me deprimí un poco y mejor me quedé en casa para no ir a trabajar. Decidí que podía merecer más.

Conseguí una entrevista para ser bróker en una especie de empresa que manejaba inversiones en la bolsa. Tomé una ruta en avenida Las Américas y me llevó casi a la entrada de Zapopan. El edificio era como de quince pisos. Un tipo gordo de tez blanca, cabello medio encanecido, ojos grandes y corbata color pastel me entrevistó. Por lo que pude notar en su aspecto parecía no haber hecho otra cosa en su vida que trabajar para el dinero. Qué triste los que no crean nada en su vida, los que nunca sienten la curiosidad de escribir, de abrir un libro, de escuchar un nuevo estilo de música, los que no se preguntan el por qué hacer lo mismo, los que asumen los roles establecidos y viven con suma comodidad, qué triste los que nunca aprenden un instrumento, los que no imaginan otro libreto, los que no viajan a la luna con su fantasía, los que se quedan en hoteles en vez de tiendas de campaña, los que usan el internet como plataforma de competencia de superficialidad, qué triste los que no escriben cartas, los que se emborrachan donde siempre, a los que no les retumba la cabeza con floridas palabras, qué triste los que no intentan hacer un trazo, los que no bailan, los que nunca por equivocación entran a una obra de teatro o salen a confundir el sol con un ángel, qué triste los que le dan su corazón al dinero habiendo maravillas a todo nuestro alrededor que nos cuestan menos que una sonrisa. Ese hombre representaba por completo el absurdo vicio del humano capitalista. Me dieron unos exámenes psicométricos y para el jueves de esa semana ya me encontraba conociendo las labores. El horario era un sinónimo de prisión. Se entraba a las ocho de la mañana y se salía a las siete de la tarde con su respectiva media hora para comer para que aquello no pareciere un descaro de esclavitud moderna.

Me presentaron a todo el equipo de trabajo. Todos se parecían sin variar. Tipos ambiciosos, propensos al estrés y la comparación. Gustaban del pop y la música de banda. Su mejor tema de conversación era la subcultura de las telenovelas del narcotráfico. Los jefes les escribían en un pizarrón una de esas frases de Paulo Coelho. La verdad hablaban poco porque no se podían dar el lujo de conocerse ya que tenían que estar haciendo llamadas con números extraídos del directorio telefónico para agendar citas y convencer a la gente de meter su dinero en inversiones del mercado Forex. Me bastó estar tres horas para darme cuenta que no le quería gastar mi energía en pensar como animar a la gente a hacer inversiones. Salí del edificio sin decirle a nadie y rompí todos los papeles que me habían dado para conocer el procedimiento de ventas. Qué hueva todo eso. Yo soy un artista no un robot que hace llamadas. Bajé en avenida las Américas y caminé a mi casa por toda la avenida Vallarta. Eran casi las seis de la tarde. Vi a las chicas lindas pasear en bicicleta, mi rostro se alegró al sentir la brisa dulce de Guadalajara por las tardes, tres trabajos en dos semanas, no tengo despensa, me falta dinero, mañana me subiré a los camiones a cantar con mi guitarra .

Guadalajara mi amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora