¿Que etiquetas ponen los humanos a los actos más atroces? ¿Cuándo nacen los instintos más primitivos de la especie? Ni ella lo sabía cuando mató a esa chica, pero ahí estaba, con el cable de acero ahorcando a la ladrona que intentó robar en su casa.
Usó demasiada fuerza, tal vez, porque cuando la enroscó en el cable y la tiró del techo de su casa, le cortó una oreja. Mientras la asfixiaba el cable iba atravesando cada centímetro de su cuello de la misma forma en que atravesaba las manos de quien lo sostenía. No era buena idea matar a alguien de esa forma, pero Teresa iba a defender lo suyo sin importar las consecuencias, ni los pobres 23 años que tenía de vida. Cuando una mujer defiende lo suyo, lo hace con furia.
La sangre teñía el pasto seco de un color tinto mientras la cabeza de la ladrona se separaba del resto de su cuerpo. Hacía rato que había muerto en las manos de Teresa, pero la bronca de que alguien se atreviera a robarle la hacía continuar.
Finalmente la cabeza rodó por el pasto y Teresa descansó de su agravio.
Tanta fue la desesperación que invadió a la joven de dos décadas, que no pudo darse cuenta de lo que estaba haciendo hasta que el cuerpo sin vida estaba siendo carbonizado, ahí, frente a ella.
Teresa estaba a salvo, el barrio dormía y el olor a carne asada un sábado a las cinco de la mañana no era nada sospechoso. Sí lo era para el jóven que esperaba a la ladrona del otro lado del porche.
Temiendo que su novia hubiese comenzado un incendio en vez de robar un par de artefactos electrónicos como habían acordado, saltó la verja, trepó por el techo y cayó en el patio; con la desgraciada suerte de que Teresa tuviera en su mano una varilla que usó segundos antes para mover los leños que quemaban el cadáver de la malhechora.
Teresa atravesó sin vacilar al jóven con la varilla y aún más de tinto se tiñó el pasto. Una puñalada, dos puñaladas, tres puñaladas. Lo dejó desangrarse y, con la misma adrenalina con la que quemó el cuerpo anterior, lo incineró a él.
El único delito que se cometió esa noche era uno que no estaba planeado, pero que fue sin duda el más exitoso.
-Dos lacras menos- dijo Teresa antes de apagar el fuego y comenzar a excavar un lugar en dónde poner los huesos y la carne quemada. El amanecer la atrapó tapando el foso con la última paleada de tierra.
Se fue a dormir satisfecha con su trabajo a las 7:17 de la mañana con la misma serenidad con la que lo hubiese hecho Héctor, el vecino que recién volvía de trabajar, si no hubiese visto a Teresa matar a dos personas en el patio contiguo.
Héctor había estado tieso, mirando por la ventana cada acción que realizaba su vecina a través de la tapia. No podía creer lo que estaba viendo. Allí, al otro lado de la pared que separaba sus casas, estaban siendo masacradas dos personas, vaya a saber por qué razón.
Héctor salió de su pánico en algún momento, porque la central de policía estaba recibiendo una llamada en el mismo instante en que Teresa cerraba sus ojos sobre las sábanas de seda fría. La joven durmió plácidamente durante cinco horas.
El timbre de la casa sonó impasible cuando el sol de mediodía dominaba la calle. La policía, lenta como siempre, había llegado a la morada buscando apaciguar las denuncias incesantes de Héctor.
Teresa vio por el rabillo de la puerta a los uniformados y entró en un terrible pánico. Sin pensarlo dos veces, se vistió, tomó un par de cosas que guardó en su mochila, y por su patio trepó hasta el techo de un vecino. Corrió por los ardientes tejados hasta caer en el único terreno baldío de la cuadra. Se lastimó un pie y siguió corriendo renga por las calles vacías. El paisaje seco de otoño daba al barrio un aire de ancianidad nostálgico, que se reflejaban en el corazón sufrido de Teresa.
Ni ella recuerda lo que hizo ese día cuando huyó, pero sus vecinos si recuerdan. Recuerdan a la policía rompiendo la puerta de la casa, atravesando el patio, desenterrando los cuerpos carbonizados. Recuerdan la conmoción de la comunidad local. Teresa recuerda las noticias del lunes, anunciado su cara con un cartel de asesina debajo, también recuerda las marchas pidiendo justicia por la pareja asesinada, por el bebé no nato que inventaron los medios para hacer del crimen algo aún más atroz. Sin embargo, nadie recuerda a la jóven estudiante, que cansada de ser ultrajada, decidió defender lo suyo.
Teresa volvió a su barrio dos semanas después, pero no pisó su casa. Por el techo, y con su látigo de cable, se introdujo en la casa de Héctor. Escupió sobre la alfombra que estaba bajo la puerta trasera, "bienvenidos sean", decía. Rompió una ventana y tiró el cable dentro de la casa. Saltó la tapia hacia su hogar, y lo vio vacío, insípido. Ya no tenía nada que defender.
Teresa caminó por los pasillos silenciosos de su casa, abrió la puerta delantera, y se alejó como si nunca hubiera estado en ese lugar, como si nunca lo hubiera amado. Mató, una a una, las memorias que la atormentaban, y comprendió, bajo el título de ser llamada asesina, que su vida era un juego donde el horror era más admirado que la belleza.
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Memorias ficticias de entes corrientes
RandomCompilado de cuentos (uno nuevo por semana).