Perséfone era griega.

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La noche era tan oscura como mi alma en épocas de crisis. Yo estaba sentada en la silla rota del comedor, sola, para variar. Siempre estaba sola en la casa del olvido. Nunca hubo un alma capaz de tolerarme, pero tampoco yo toleraba a nadie. Como decía, esa noche, también estaba sola.

Me había acostumbrado a las noches así, eran tan normales como la copa de vino tinto que tomaba durante la cena, como las telarañas en las esquinas del techo, como las hojas cayendo en otoño, como la hambruna de la ciudad. De todas formas apreciaba mi vida tal y como era, pero ese día hubo un giro inesperado en mi rutina.

Como todas las noches, me levanté de la silla rota y me dirigí hacia el futón del living. Prendí el televisor, puse otro capítulo de la serie, y me acomodé para no sentir molestias durante los próximos cuarenta y dos minutos.

Sentí un zumbido, como si de una alarma se tratase, pero era tan suave que solo alguien con esta agudeza del oído podía escucharlo. Inmediatamente después de que el zumbido concluyó, sentí un ligero dolor de cabeza. Había visto la película "Red down" unas nueve veces, y al sentir otro zumbido, me imaginé a los soldados coreanos cayendo en paracaídas desde el cielo. La idea era tan loca que hasta me agradó cuando sentí el tercer zumbido, pero vivía en un país lo suficientemente neutral como para no meterse en una guerra.

Continué mirando la serie hasta finalizar el capítulo y mi emoción requirió otro capítulo más, otros cuarenta y seis minutos frente al televisor.

El zumbido volvío a aparecer cuando se oyó retumbar por toda la casa algo que caía de la biblioteca. De seguro la gata jugueteaba de nuevo. Puse alto a la serie y me levanté a ver que había roto esta vez. El sonido del zumbido no sesaba mientras caminaba hacia el origen del desorden.

Nada. Nada cayó de la biblioteca, y sin embargo cuando me acerqué a la misma sentí ese ruido de nuevo, como si de ella estuviesen cayendo cajas de madera. Un golpe y un zumbido, un zumbido y un golpe. Aumentaban, me hipnotizaba. Aumentaba aún más. Estaba totalmente idiotizada.

Una sombra negra salió de entre los libros y me tomó por el pecho. Sentí que todos los sentimientos se retiraban de mi mente para ser reemplazados por uno solo, el miedo. Retiré esa mano que intentaba secuestrarme y salí corriendo hacia mi habitación.

Sobre la cama reposaba la gata, con su pelaje esponjoso, y su cara de pocos amigos habitual. Al verme, su rostro también se transformó al miedo. La tomé entre mis brazos y la besé mientras cerraba los ojos tan fuerte como mis músculos lo permitían. El ente oscuro vino tras nosotras.

Reuní valor de donde no tenía, me puse en pié con la gata entre los brazos, abrí los ojos para ver la sombra y enfrentar mi futura y prematura muerte. Algo en ella se me hacía conocido, familiar. Era la misma sombra que me había observado en todas mis noches de soledad, la que se había embelesado con mi rutinaria penumbra, la que había visto mis bajezas humanas.

Me tomó de la mano con una suavidad abismal. Miré en sus ojos oscuros y comprendí lo que buscaba, lo que buscábamos. Por el mismo lugar en el que entró a mi hogar, huimos, dejando a nuestro paso una casa derruida y un televisor encendido, congelado.

Conocí los lugares de los que Dante hablaba en su imaginario, algo diferente a lo que él describía. Mi alma se tornó serena al llegar a lo que hoy es mi hogar porque ya no existe la rutina que agobia, no en la eternidad. Reino el inframundo por siempre y para siempre con mi ente oscuro.

Pero no se confundan con los mitos antiguos, Perséfone era griega.

Memorias ficticias de entes corrientesWhere stories live. Discover now