Parte 1 - Capítulo 4.

125 1 1
                                    

  Es una diversión bastante natural contemplar cómo descienden los pasajeros de una diligencia; es posibleapostar por el tipo de personajes que salen de allí y, si uno ha nombrado una ramera, un oficial, unoscuantos curas y un fraile, puede estar casi siempre seguro de ganar. La señora de Lorsange se levanta, elseñor de Corville la sigue, y los dos se divierten viendo entrar en la posada al traqueteado grupo. Parecíaque ya no quedaba nadie en el coche cuando un jinete de la gendarmería, bajando del pescante, recibió ensus brazos de uno de sus compañeros, también situado en el mismo lugar, una joven de veintiséis aveintisiete años, vestida con una mala chambra de india y envuelta hasta las cejas por una gran manteletade tafetán negro. Estaba maniatada como una criminal, y tan débil, que seguramente habría caído si susguardianes no la hubieran sostenido. Ante el grito de sorpresa y de horror que suelta la señora deLorsange, la joven se gira, y deja ver junto al más bello talle del mundo, el rostro más noble, másagradable, más interesante, todos los atractivos en suma más placenteros, hechos mil veces aún másexcitantes por la tierna y conmovedora aflicción que la inocencia añade a los rasgos de la belleza. 

El señor de Corville y su amante no pueden dejar de interesarse por la miserable joven. Se acercan,preguntan a uno de los guardias qué ha hecho la infortunada. 

—Se la acusa de tres delitos —contesta el jinete—: de asesinato, de robo y de incendio; pero os confiesoque mi compañero y yo jamás hemos conducido a un criminal con tanta desgana; es la criatura más dulce,y aparentemente la más honesta. 

— ¡Ya, ya! —Dijo el señor de Corville—, ¿no podría tratarse de uno de esos errores habituales de lostribunales de segundo orden?... ¿Y dónde se ha cometido el delito? 

—En una posada a pocas leguas de Lyon; la han juzgado en esta ciudad y, siguiendo la costumbre, latrasladamos a París para la confirmación de su sentencia, ya que volverá a Lyon para ser ejecutada. 

La señora de Lorsange, que se había acercado y escuchaba este relato, comentó al señor de Corville quedesearía enterarse por boca de la propia joven de la historia de sus desdichas, y el señor de Corville, quecompartía también el mismo deseo, lo comunicó a los dos guardias presentándose ante ellos. Estos noconsideraron necesario oponerse. Decidieron que convenía pasar la noche en Montargis; pidieron unalojamiento cómodo; el señor de Corville respondió de la prisionera, la desataron; y cuando le hicierontomar algunos alimentos, la señora de Lorsange, que no podía dejar de sentir por ella el más vivo interés,y que sin duda se decía a sí misma: «Esta criatura, tal vez inocente, es tratada, sin embargo, como unacriminal, mientras que alrededor de mí... que me he manchado con crímenes y horrores, todo prospera»,la señora de Lorsange, digo, al ver a la pobre muchacha algo mejorada, algo consolada por las cariciasque se apresuraban a hacerle, le rogó que contara por qué acontecimiento, con una apariencia tan dulce, sehallaba en una circunstancia tan funesta. 

—Contaros la historia de mi vida, señora —dijo la bella infortunada, dirigiéndose a la condesa—, esofreceros el ejemplo más sorprendente de las desdichas de la inocencia, es acusar a la mano del cielo, esquejarse de las voluntades del Ser Supremo, es una especie de rebelión contra sus sagrados designios...No me atrevo... 

Brotaron entonces abundantes lágrimas de los ojos de la interesante muchacha y, después de haberlasdejado correr un instante, comenzó su relato en los siguientes términos: 

—Me permitiréis, señora, ocultar mi nombre y mi origen; sin ser ilustres, fueron honrados, y en nada medestinaban a la humillación en la que me veis reducida. Perdí muy joven a mis padres; creí que con lapoca ayuda que me habían dejado podría aguardar un empleo conveniente y, rechazando todos los que nolo eran, me comí sin darme cuenta, en París, donde he nacido, lo poco que poseía; cuanto más pobre mevolvía, más despreciada era; cuanto más apoyo necesitaba, menos confiaba en obtenerlo; pero de todas lasdurezas que experimenté en los comienzos de mi infortunada situación, de todas las frases horribles queme dirigieron, sólo os citaré lo que me ocurrió en casa del señor Dubourg, uno de los más ricoscomerciantes de la capital. 

Justine o los infortunios de la virtud. |Marqués de Sade.|Where stories live. Discover now