PROLOGO

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A veces el silencio daba más miedo que la misma oscuridad. Tenía miedo; esa noche en especial. Las niñas de cinco años no deberían temerle a nada, pero entonces por qué a ella le latía el corazón como si se le saliera del cuerpo y tenía cada uno de sus sentidos funcionando como la locomotora más veloz. Pánico. Terror.

El crujido más mínimo la hacía estremecer. Y ahí estaba otra vez. Alguien caminaba afuera, lo percibía aunque el exterior quedara a una distancia considerable. Alguien respiraba. <<Sin gritos, sin gritos, Sophia>> Eso decía mamá pero ella no entendía lo que era estar sola en el silencio. La oscuridad se eliminaba con un interruptor pero para escuchar ruido tenía que gritar y eso solo alertaría a sus monstruos; ellos se enterarían de lo mucho que les temía cuando se quedaba sola.

El primer disparo sonó; pero eso ella ya lo sabía, las respiraciones, los crujidos y el silencio se lo habían anunciado. Apretó los ojos y puños en el mismo instante que la escalera crujió: iban por ella y solo le quedaba esperar. No podía entenderlo para qué la podían querer, pero era una certeza quién era el objetivo, ella.

El pomo de la puerta giro, lo supo por los sonidos más que por verlo, no podía abrir los ojos, se le había olvidado cómo se hacía.

¿Duermes, cariño?

Voz ronca. <<Es papá>> pensó, pero no respondió. Tenía miedo y muchas ganas de llorar, le picaban los ojos pero mamá le había dicho que si lloraba le harían más daño. Solo tenía cinco años, casi seis.

¿Recuerdas a osito?- interrogo la voz ronca y cálida de papá-. Te espera en casa, está un poco mayor pero te sigue esperando igual que yo.

Se acordaba de osito, era una pequeña bola de pelos cuando ella lo había dejado, pero voltear la cara y encontrar que esa voz no coincidía con quien ella extrañaba la aterraba hasta apretarle el corazón en un puño.

¿Dónde está mamá?- No reconoció su voz cuando pregunto, sonaba demasiado chillona. Se ha ido, pequeña. Te acuerdas cuando te conté lo mucho que le gustaba viajar por el mundo... ella ha decidido tomarse unas vacaciones y por eso tengo que llevarte a casa. Tengo miedo- acepto-. Me aterra abrir los ojos. Hagamos un trato, mi niña- el hombre de la habitación se sentó al borde de la cama, su peso hundía su cuerpecito y la mandaba hasta la otra orilla-. Que te parecería si yo te cargo y te llevo a casa sin necesidad de que abras esos bonitos ojos hasta que lleguemos ahí. ¿Y cómo sé que me llevaras a casa? Porque osito estará ahí ¿Aceptas?

Giró su pequeño cuerpo hasta darle la cara a la voz ronca y asintió, él la tomo entre sus brazos como cuando era un bebé y la cubrió con el cobertor, era octubre y algunas corrientes frías azotaban esa noche en especial, bajo las escaleras caracol de la lujosa mansión, evitando que su hija notara el desastre que sus hombres ocasionaran, siguió el vestíbulo hasta salir al fresco nocturno y finalmente encontrarse con la protección de su automóvil.

Al aeropuerto- ordeno.

Su pequeña temblaba entre sus brazos y la única culpable era ese monstruo que los había tratado de separar. Aún no se podía creer cuan poco podía llegar a ser el instinto maternal de algunas mujeres, en especial el de Isabella Vetra, no se detuvo ante nada con tal de destruirlo. La odiaba tanto como en algún instante la pudo haber deseado.

El jet privado estaba preparado tal y como lo planeaba; cuando estuvo dentro de la seguridad acogedora de lo conocido deposito a su pequeña en uno de los asientos; lucía tan pequeñita. La soltó totalmente tratando de que se acoplara al espacio. Miró hasta uno de sus hombres y le mando una de esas señales que solo logran aquellos acostumbrados a siempre tener el mando. Una cosa peluda se acercó hasta ellos.

Cariño...- susurro- aún no estamos en casa pero alguien se ha venido conmigo a buscarte.

Ella sintió como le guiaban su pequeña mano hasta algún lugar. Estampo los dedos contra el pelaje de algo, de alguien. El miedo se había ido y los ojos se le abrían a voluntad propia y ahí estaba su mundo. El único que conocía de verdad y donde se sentía segura. Su padre la miraba, estaba ahí de rodillas y a su lado su pequeño schnauzer, osito. Hacía tanto que no los veía, pero no lo suficiente para olvidar. Tomo un pequeño impulso y se lanzó a la seguridad de sus brazos.

Después de casi un año se permitió llorar. Ya no tenía miedo.

Hugo Valverde le ajusto el cinturón de seguridad a su pequeña y el propio, preparándose para el despegue. Madrid los esperaba.

Hermanos MontoroWhere stories live. Discover now