Se gestó como aversión acérrima y degeneró en solaz.
La noche era tan serena que el relente llegaba a sofocarle. Tenía la cara tapada, pero el hedor metálico y salado de la sangre y el sudor mezclados cobraba tal intensidad que le torturaba las fosas nasales. A pesar de los brazos acalambrados y la garganta ardida, le embargaba un alivio monumental. Cada puñalada asestada le galvanizaba las entrañas y el cerebro, como un torrente de choques eléctricos. Timothy gruñía de cansancio, pero más de excitación. Al hendir la piel y abrirse paso como Moisés por el Mar Rojo, la agitación se trocaba en la paz de una tarde clara, onírica, tan lejana que no podía vislumbrarla por nada más que fracciones de segundo. Sentía en los vellos calientes y encrespados el resabio de un lugar extinto.
Timothy no las había contado, pero insertó el cuchillo treinta y nueve veces en la mujer. Actuó con tal sigilo que nadie logró olfatear su rastro ni existencia. Hasta su segundo asalto, permaneció callado, receloso e invisible, con el corazón acezante y el vigor envalentonado. Se movió por su barrio con el desprecio de siempre: evadió a los alcohólicos, escupió a los mendigos, amenazó a las prostitutas y maldijo el ruido, la decadencia y la suciedad.
Entonces, repitió sus maniobras, consiguiendo llevarse a una mujerzuela a un lugar apartado y oscuro, idóneo para su macabra empresa. Como la primera vez, las arcadas amainaron para evolucionar en violentas convulsiones de placer. El cuchillo estaba tan afilado que el cuello casi se desprendió cual hoja marchita de una rama, y Timothy vislumbró los albores de su orgasmo mental. A medida que continuó con los cortes en el torso, los miembros y el abdomen, recibió del cielo más impresiones que le llenaron las tripas de alivio, y casi le hicieron pensar que no necesitaría volver a comer para subsistir. Vio un destello de sosiego, un olor nuevo y picante y un color olvidado por la ciudad entera.
Eso era lo que Timothy anhelaba sin saberlo. Un espacio al que retirarse a vivir en armonía, silencio y soledad. Por alguna razón, se sentía capaz de alcanzarlo cuando la sangre de alguien más le manchaba la cara y el abrigo, y todavía más cuando sentía la tibieza de los órganos ajenos a través de los guantes.
Su odio hacia ese Londres tan pobre y malsano empeoró, incluso más de lo que aumentó el índice de violencia y muertes en las últimas décadas, cuando el esquema de su sociedad se torció y envileció al mundo. Timothy no lo vivió en su momento, pero condenó las presentes consecuencias.
Dos asesinatos violentos consecutivos alertaron a un sectorcito de la población, y rumores extraños se expandieron como la tinta en el papel. El muchacho procedió con mayor cuidado, y aun así no consiguió intimar con ninguna prostituta para la noche siguiente. Arrastró la creciente desesperación hasta la tercera noche, cuando, sin otra alternativa, pensó en mutilar a cualquier criatura caminante. Un niño fue el desafortunado, aunque pronto descubrió Timothy que sólo las mujeres que vivían de profanar su cuerpo servían para conducirlo al mismo grado de sosiego espiritual de un monje que meditó por horas. Al mocoso, primero, le amputó las orejas y los dedos, y luego le expolió los intestinos. Empujado por la impaciencia, persiguiendo un mínimo atisbo de paz, lo redujo a un caldo sanguinolento en el suelo, y, de todos modos, no logró nada.
Medio afligido por el fracaso, esperó dos semanas, hasta obtener su oportunidad. Al violar y cercenar cada rincón de la mujer, entrevió, y con una nitidez pasmosa, un paisaje. Duró exactamente dos segundos, que le bastaron a Timothy para sentir el cosquilleo de la hierba en las manos y percibir un olor natural, exquisito.
«La libertad es de color verde», se atrevió a pensar, y lo anotó para focalizarse en su meta. Convencido de que no se trataba de meras ilusiones ni de un engaño simultáneo de los sentidos, se consagró a su propósito. Evocó sin descanso ese recuerdo, el de los campos inhóspitos y puros, todavía no contaminados por la mano maliciosa del hombre.
Era su mismo barrio, de eso estaba seguro. Así fue siglos atrás, cuando los humanos tenían un promedio de vida más bajo que el de ahora, eran presa de las plagas y su agrupación era una invitación para que se asentaran las epidemias. Sin embargo, el campesino podía echarse a respirar cómodamente, mirar el cielo libre de humo o proclamarse dueño de un enorme terreno de pasto brilloso.
Timothy necesitaba eso.
La prostituta de su cuarto homicidio era obesa, así que él se entretuvo cortando la profusa carne. Se halló extasiado: el pasto creció y le acarició las rodillas. El sol le dañó la retina cuando lo vio de frente, así que, con los ojos cerrados, se limitó a respirar. Su tesoro duró cuatro segundos.
De esa manera, el tiempo fue aumentando en cada ocasión. Se las apañó para mantenerse en las sombras, eludir la atención de la contrariada policía y dirigir las sospechas hacia otros declarados enemigos de las prostitutas.
Con la sexta mujer, tuvo tiempo de inhalar, exhalar y volver a inhalar las partículas de vida. La caída de regreso a su realidad fue brusca, como un espasmo, lo que le indicó que la cercanía con el pasado había aumentado. Cada vez se trataba de un entorno más palpable, propio.
La octava mujer fue decisiva. Duró todos los segundos que Timothy pudiera querer, porque no volvió jamás. El cadáver destripado se quedó con el cuchillo todavía incrustado entre dos costillas. Nunca se logró seguirle la pista al homicida, quien, poco más tarde, fue apodado como Jack, el Destripador, mientras que los asesinatos fueron compilados en el expediente de Whitechapel, y se archivaron como otro misterio de los barrios bajos del Londres del siglo XIX.
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La libertad es de color verde
Mystery / ThrillerEl cuchillo estaba tan afilado que el cuello casi se desprendió cual hoja marchita de una rama, y Timothy vislumbró los albores de su orgasmo mental.