Siempre me dijeron que no había amores imposibles. Quizá difíciles; quizá complejos, o llenos de dudas e impedimentos. Mas enfatizaron que, en el amor, lo único estrictamente imposible era la imposibilidad.
¡Oh, cuán equivocados estaban! ¡Cuán erróneas resultaron ser sus palabras desquiciadas!
Amarle no sólo era posible, sino además crudamente real. Cómo estremecían sus pensamientos a mi corazón es algo que jamás podré llegar a describir. Porque claro... muchos de ustedes creerán conocer el amor. Muchos osarán afirmar que han amado con pasión y desenfreno. Mas nadie, ¡se los aseguro!, ha amado como yo le amé.
El problema, sin embargo, era que ese era un amor imposible. Sus ojos profundos y mirada esquiva jamás se posaron sobre los míos; su razonamiento intrincado fracasaba en enriquecerse de mis palabras vacías, y su corazón fogoso jamás halló calor en las inmediaciones de mi corazón.
No le gustaba, sencillamente. No era de su agrado. No era yo lo que necesitaba.
Entonces comenzaron las manos temblorosas, la presión en el pecho, los nudos en la garganta y las gotas de salmuera que se asomaban desde mis lagrimales. Sufrí; me desesperé, y morí finalmente en las tribulaciones del desamor.
Sin embargo, era yo un quien de entendimiento. Era yo individuo de palabras, y bueno: para nadie es un secreto que las palabras transforman al ser humano en Dios.
Decidí entonces ir a hablar con Él.
Sabía yo que Dios tenía ojos esquivos. Entendía perfectamente que reservaba su dolor únicamente para sí mismo, y que su soledad era tal que el sosiego de su mirada se posaba con escasez sobre los corazones de los demás. Mas había sido yo quien le había dado la vida; y sabía que me debía un favor. Los ojos geminianos de un Camaleón desquiciado concedieron entonces mi deseo, y conspiraron mutuamente para posarse sobre los míos.
¡Oh, cómo deseaba tenerle! ¡Cómo deseaba que las expectativas de su amor fuesen llenadas hasta el tope con mi mera presencia! Le hablé con ímpetu al reptil multicolor, teniendo perfecta claridad que nadie más que Él controlaba el multiverso.
Y me lo concedió. Fui transportado a una dimensión paralela en que sus ojos sí hallaban la mirada de los míos, y su corazón compartía el calor de mi corazón.
Me amó entonces. Me amó como jamás nadie más que yo sería capaz de amar.
Mas los días y las palabras no fueron como antes. La voz de su alma no era ya, sencillamente, la misma; y la pasión esquiva de la que me enamoré no estaba ahí.
Fue entonces cuando comprendí que sí hay amores imposibles.
Confieso que alguna vez amé. Confieso que mi corazón se entregó alguna vez a las delicias de la pasión y el desenfreno. Mas me enseñó ese día que no basta con amar; que no podemos forzar buscarnos a quienes no nos buscan por naturaleza, y que los ilusos juegos de seducción que tanto nos gusta jugar no son más que la insistencia vacía de una desesperación que nos sobrecoge.
Quizá el universo sea tan cruel como lo describen. Quizá el desamor sea una fuerza tan grande que ni Dios sea capaz de concedernos un deseo tan egoísta y vanidoso como ese. ¿Cómo hacer que nos ame alguien que simplemente no fue concebido para amarnos? ¿Cómo respetar la lealtad hacia la propia identidad al admitir cambios forzados en nosotros mismos con el único fin de conseguir que alguien nos ame por lo que no somos?
Me enseñó ese día que mi amor no era suficiente. Necesitaba que me amaran además de vuelta; y ni yo, ni Dios, ni el maldito multiverso serían capaces de regalarme una pizca siquiera de un amor que, desde un principio, jamás fue para mí.