-¿No supiste?- Dijo El Pato.
-No güey ¿Qué?- Preguntó El Perro.
-Que Los Nietos asaltaron a una niña de cinco años.
-!Hijos de la verga!- Respondió El Perro indignado, casi molesto.
-Así es.
-No tienen madre esos cabrones- El Perro terminó de meter las cervezas al refrigerador. -Esos güeyes se están poniendo pendejos. Un día les van a dar en toda su madre. No tienen madre, cabrón.
El Pato tomó su cerveza. La casa era color miel. La mayoría de los muebles tenían una protección de tela a cuadros. Unos manteles que Yerani, la esposa del Pato, les ponía para evitar que se desgastaran al paso del tiempo. -Desde que falleció La Yuca, estos güeyes han hecho su desmadre.
-Siii, cabrón- dijo El Perro sentándose en un sillón café arenoso, enfundado en una tela verde limón. -Esa Yuca si los tenía bien controlados.
-Pero mira, le salieron más cabroncitos sus nietos- El Pato, un hombre robusto de piel blanca colorada, hablaba con el entrecejo fruncido.
-Es que también, ese cabrón, ya sabes que ni estaba en la casa para educarlos. Porque La Yuca, sí que tenía modales. Hasta en las ratas hay familias.
-Pues claro. No mames. Yo tampoco estoy en mi casa...
-No, no, Pato. Yo no hablaba de ti.
-Yo sé, yo sé- dijo El Pato con una voz tranquilizadora y una mano al frente como si quisiera detener las palabras del Perro. -Yo sé cabrón, Y yo...
-Tú sí educas a tus chamacos...- El Perro estaba decidido a borrar cualquier mal entendido.
-Sí, claro.
-...Ya me callo.
El Pato rio. -No, pues yo sé que no es de mí.
-Nada de ti cabrón.
-Sé que falto a mi casa, pero cuando estoy, mira...- dijo El Pato haciendo un ademán con la mano en forma de regla, como si amenazara a un caballo de golpearle recto y duro sobre su lomo.
-Pues claro.
Yareni, una mujer morena de cuerpo ancho, vasto y superondulado, bajó en camisón corto, cubierta de una bata larga rosada. Saludó al Pato y al Perro. -Hola amor, hola Perro...
-Hola Yare- dijo El Perro levantando la botella de cerveza que tenía en la mano.
-Ya está jaimito dormido. Beto no ha llegado, andaba con El Papas y los demás- Yareni le dio las últimas noticias a su esposo. -Ya me voy a dormir ¿Van a cenar?
El Pato volteó a ver al Perro. -Yo estoy bien carnal- dijo este último.
-No pues estamos bien- resolvió El Pato. Yareni les miraba expectante. -Entonces me voy a dormir...
-!Espera! Mira vieja...- dijo de pronto El Pato. -Mira lo que obtuvimos esta tarde- Yareni se detuvo con aire cansino. El Pato miró al Perro y le movió la cabeza indicándole que sacara de una mochila negra la sorpresa que le tenía a Yareni. El Perro abrió el cierre. En el interior se observaban celulares de diferentes colores y modelos, carteras y audífonos. Nada parecía ser el objeto deseado. El Perro rebuscó entre el tutti-frutti de objetos robados lo que El Pato quería mostrarle a su esposa.
Un anillo lleno de diamantes resplandeció en medio de los otros objetos. El anillo se lo habían hurtado a una mujer de diez y ocho años que lo llevaba a una casa de empeño para pagar la cirugía de su hijo.
Yareni naturalmente dilató las pupilas inconscientemente. Quiso abalanzarse sobre la joya, pero se detuvo y miró al Pato con emoción y culpa.
-Adelante velo. El Perro y yo ya lo vimos varias veces- dijo El Pato sonriente.
El Perro rio, y Yareni se dirigió a ver el anillo cercanamente. -¿Cuánto nos dan por esto?- Preguntó Yareni profundamente interesada.
-Unos veinte calculo. Diez para nosotros- no fue una gran noticia para Yareni, pero sabía las reglas de los asaltos, 'siempre partes iguales'.
-Pero esta vez que sean 13 y 7, no hay bronca- dijo El Perro amablemente. Tenía un compromiso con Yareni. Jaimito era hijo suyo. El Pato nunca se había enterado de la cercanía que ellos habían tenido. La relación ahora extinta existía en el sigilo de las buenas relaciones, un compromiso mutuo que no debía ser visible bajo ninguna circunstancia.
-Gracias Perro. Pues con eso podemos estar sin presiones.
-Así es vieja- dijo El Pato sonriente. -Gracias viejo amigo- le dirigió una sonrisa grande y blanquesina al Perro.
-Ya se me están acabando mis medicinas, y cada vez me duele más la cabeza- dijo Yareni con voz aquejada. Yareni sufría de hipotiroidismo desde que había sido irradiada con yodo, para dejar inhabilitada su tiroides, la cual había comenzado a secretar cantidades infernales de tiroxina. Enfermedad que había causado una aceleración metabólica importante y mortal. Ahora tomando tiroxina sintética había presentado entumecimientos y dolores de cabeza en su hemisferio derecho. El neurólogo, entonces, que le revisaba cada tres meses en el Hospital Público Júarez, le había recetado dosis moderadas de Neurobiol. Un anti-epiléptico y analgésico hulkeniano. Yareni que inconscientemente se había convertido en una adicta a la tranquilidad que dicho medicamento le hacía experimentar, consumía cajas excesivas de Neurobiol. Según ella, era parte del tratamiento que requería, aunque todos sabían perfectamente que era una adicción que había llegado a su vida, cuando su padre en un infarto cerebral había ido a parar al hospital en estado vegetativo. La imagen del cuerpo de su padre descomponiéndose poco a poco, a escalas tan geológicas que el sufrimiento se cernía sobre su pecho ácidamente, la había impulsado a tomar unas cuantas pastillas sedantes. Una dosis de cuatro pastillas por día en ese periodo había revelado que el dolor de la vida podría ser evitado por siempre a costa de narcóticos.
-Bien... entonces, ya me dormiré- anunció Yareni. Besó apasionadamente al Pato, y sin muchas atenciones miró al Perro, y dijo. -Gracias por apoyar a la familia Perro.
-No hay de qué Yareni.
El Pato tomó su cerveza, y tomó un largo trago alegremente de saberse entre amigos y familia.