El fin del mundo

197 3 1
                                    

El mundo se estaba derrumbado a su alrededor, podía sentirlo, por eso su mente se hallaba más allá de aquel planeta.

Aquella iba a ser la más larga y peligrosa incursión a través de las estrellas que la humanidad había trazado en toda su historia, impulsados por la desesperación y el miedo a la total erradicación de su especie.

Aún faltaba una hora para el amanecer y el ambiente a su alrededor se presentaba tórrido y húmedo. Ya le había avisado su iBand de que las posibilidades de lluvia eran de un 98% pero Vicki había estado preparando la maleta durante dos semanas y no había hecho caso a nada de su alrededor, ciertamente no todos los días uno se muda de planeta.

Ella y su madre eran unas de las afortunadas que iban viajar al nuevo hogar de la humanidad, en el sistema Centauri, un exoplaneta antiguamente denominado Gliese667 y ahora llamado Terra Nova. Se encontraba a 22 años luz de la Tierra y era un planeta prácticamente perfecto para los hombres: con una órbita de casi cien días, temperatura media de 13 grados, grandes extensiones de agua y tierra fértil para cultivar. Y sobre todo un aire limpio sin los restos de la radiación que había puesto en jaque a la especie humana. La maravillosa compatibilidad de Terra Nova con la Tierra habían arrojado un rayo de esperanza a los humanos; sin embargo, aquella alegría fue efímera cuando una de las sondas revelaron unos datos preocupantes sobre aquel paraíso: no estaban solos.

Por supuesto que esperaban que Terra Nova albergase especies autóctonas, animales alienígenas que pudieran domesticar... Pero los datos que recibieron estaban lejos de lo que habían imaginado.

Para cuando lo descubrieron ya era demasiado tarde, la nave estaba casi terminada y la humanidad al borde de la extinción.

¿Qué ocurriría cuando llegasen a Terra Nova?

De aquel mar de incertidumbre brotó una nueva esperanza llamada Liz Shaw, exobiologa.

Su madre.

Vicki miró por tercera vez su iBand en un minuto; no había rastro de ningún mensaje de voz ni ninguna notificación. Ya estaba chispeando. Sentada en la puerta de su casa esperaba a su madre desde hacía media hora y se estaba empezando a preocupar, ¡No podían perderse el lanzamiento! Una limusina negra giró la esquina de la calle y se detuvo frente a ella, en las puertas tenía el símbolo de la Magallanes, la nave estelar. Toda aquella preocupación se disipó enseguida. Contenta, brincó hacia el maletero y se metió en el vehículo muy excitada.

—¡Mamá! ¿Dónde...? –hizo una pausa al darse cuenta de que quien la acompañaba no era su progenitora— ¿Capitán Hakoda? No es que no me importe verle, ¿pero qué coño hace aquí?

Su madre le decía que era muy mal hablada y la verdad era que tenía razón. Debía que portarse con educación, sobre todo con el Capitán. Aquel hombre japonés de treinta y pico años iba a ser quien los condujera a su nuevo hogar. Era amigo de su madre desde que esta empezó su investigación, así que siendo un personaje tan importante no tenía sentido que la recogiese él. Cuando la limusina arrancó un escalofrío recorrió su cuerpo.

De la radio emergía una antigua canción de los años 60 del siglo XX.

El Capitán parecía muy cómodo repantigado en su asiento. Se inclinó hacia delante para servirse una copa llena de champán de color rosado que mojó su incipiente perilla, parecía abstraído. Luego se reclinó de nuevo para observar por la ventana la llegada de un nuevo día y la sinfonía de las aves migratorias dándole la bienvenida.

—¿Por qué los pájaros siguen cantando? –preguntó en voz alta, a la nada— ¿Es que no saben que es el fin del mundo?

Vicki tragó saliva.

—No le entiendo —Hakoda le sirvió otra copa a ella—. Gracias, pero no bebo a las cinco de la mañana. Y usted tampoco debería, no me apetece estrellarme contra Plutón.

Vale, era la última vez que se pasaba de listilla con el Capitán, pero todo aquel asunto era muy raro. Hakoda dejó la copa de Vicki en el posavasos.

—¿Por qué crees que cantan los pájaros? –volvió a repetir.

Ella alzó una ceja como solía hacer su madre cuando se mostraba escéptica.

—Porque no saben que la radiación los acabará matando –recalcó la palabra radiación cruzándose de brazos.

Si no encontraban una cura, pronto todos los seres de la Tierra morirían. Ocurrió un par de años después de que se lanzaran las bombas de fusión que dieron inicio a la tercera guerra mundial, la natalidad empezó a descender por todo el globo y pronto se descubrió que era la radiación la que estaba dejando a los humanos estériles. Poco a poco empezaron a nacer menos niños y se estimaba que en dos años nacería la última generación.

Por eso los fértiles eran tratados como un tesoro.

—Los fértiles son un tesoro –susurró el Capitán Hakoda como si le estuviese leyendo la mente.

—Pues no se emborrache. En pocas horas llevará en la Magallanes a tres mil de ellos –y añadió enfadada—: toda la misión se centra en eso.

Y no era para menos. Cuando se supo hacia cinco años que iban a enviar a tres mil colonos fértiles fuera de la Tierra y se armó una gran revuelta a escala mundial. Hubo disturbios en todos los países, en cada ciudad y calle, pues aquella noticia significaba que solo una pequeña fracción de la humanidad sobreviviría al fin del mundo. ¿Quiénes saldrían elegidos? ¿Cómo sería la selección? Simplemente no era justo.

En aquella época, Vicki era muy joven e impresionable y se unión a una organización que saboteaba el proyecto Terra Nova llamado La Mano Negra. Estaban resentidos porque ninguno de ellos era fértil y por tanto no optaban por una plaza en la Nave Magallanes. La misión que le encargaron a ella, a su mejor amiga y a un grupo de iniciados más, era poner una bomba en las instalaciones donde se ensamblaba el núcleo de curvatura de la nave, pero los detuvieron antes de poder iniciar el ataque.

La llamaron terrorista.

Hakoda le dio un profundo trago a su champán dejando su vaso vacío.

—¿Qué sabes sobre el trabajo de tu madre? –preguntó.

Justo después de cumplir una corta condena en un centro de menores se enteró de que Liz Shaw participaba en un proyecto secreto y que gracias a eso tendrían dos billetes para embarcar en la Magallanes. No se quejó pues al final, iba a salvarse.

Aquello la convertía en una hipócrita.

Pasaron al lado de las instalaciones Yutani donde había trabajado Liz Shaw durante todos esos años en el proyecto. Al lado del pabellón se habían reunido un grupo de extremistas religiosos con pancartas gritando que era un castigo de Dios el que no naciesen más niños.

Vicki cada vez estaba más asqueada.

—Ella no me dijo nada. ¿Se puede saber porque tanto secretismo? ¿Por qué no está aquí conmigo?

La limusina se detuvo en un semáforo en rojo, justo al lado del grupo de manifestantes que sujetaban pancartas de odio. La joven morena se fijó en uno de ellos en particular, que mantenía la vista clavada en la ventana como si sus ojos helados pudieran atravesar el cristal tintado. Una lágrima tatuada caía lastimeramente de su ojo izquierdo.

Ligeramente borracho, el Capitán Hakoda la tomó de la mano.

—Tu madre ha muerto –sentenció, como un hecho inamovible. Luego en su rostro se dibujó una sonrisa torcida— ¿Seguro que no quieres esa copa?


El paraíso perdidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora