LA PRISIÓN BLANCA

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Mediaba el mes de julio. Era un hermoso día. El sol se hallaba en lo alto, brillante y acogedor, a la vez que majestuoso y abrasador. Me sonreía, me hacía creer que hoy sería un buen día, pero yo intuía la verdad; sólo sería otra jornada más encerrada en aquella habitación. 

Finalmente me aparto de la ventana, y me despido de lo único que hay en este lugar que me permite recordar cómo era el exterior. Verdes prados, aire fresco, mariposas revoloteando, hormiguitas trabajando...Hacía ya 364 días que me había despedido de todo eso, y de la libertad también. Me dirijo hacia el espejo, y observo las ojeras que rodean mis ojos color miel, ojos llenos de sabiduría y de recuerdos, buenos y malos, aunque predominan éstos últimos. Mi cabello, antes perfectamente cuidado, ahora luce enmarañado y sin vida. Mis rizos color azabache caen sobre mi pecho y costillas. Éstas se marcan demasiado, al igual que mi cadera; no puedo saberlo con certeza, pero pienso que desde que me encuentro en este lugar he adelgazado unos veinte kilos. No se debe a la falta de comida, puesto que ellos me proporcionan comidas dignas de restaurante; es la falta de apetito la que hace que me encuentre en este estado. Y cómo voy a tener apetito, como voy a tener si quiera ganas de seguir viviendo sabiendo que puede que mi hijo esté muerto. Mi pequeño, el único que había logrado que dejara al lado mi habitual frialdad, el único junto a mi marido al que había querido en mi espantosa vida. Sí, espantosa, empezando por el momento en el que nací.

Mis padres precisaban dinero y me vendieron a ellos, a los hombres de bata blanca, que se hacen llamar doctores. Todavía no entiendo cómo alguien puede vender a su propio niños familia, solamente por un puñado de billetes, pero no pienso en ellos a menudo ni les echo de menos puesto que nunca han estado en mi vida, son completos desconocidos. Crecí en una vieja mansión que se encuentra en un pequeño pueblo de Galicia, llamada Forcarei.En ella sólo hay mujeres y hombres de mediana edad, con algo en común: todos llevaban batas blancas. Había muchas habitaciones, pero nunca en mi vida he entrado en ninguna, no me lo permitían y nunca supe que escondían. Allí se debía seguir siempre el mismo horario, cada día: Me levantaba, desayunaba (los mismos cereales insípidos siempre) y esperaba al profesor. Él era el único que respondía mis dudas, el único amigo que he tenido a lo largo de mi vida, pero aun así me miraba con la misma frialdad que todos los demás. Comía y más tarde me permitían salir fuera, al patio, el único momento en el que me sentía libre del día, aunque por supuesto sin salir del recinto, que estaba rodeado de altas vallas imposibles de saltar. Finalmente cenaba y tomaba la medicina, una que debía tomar todos los días desde el momento en el que cumplí doce años. Me dijeron que era víctima de una enfermedad mortal y que no había cura posible, pero que poseían una medicina creada por ellos mismos que garantizaría mi supervivencia por un período de tiempo siempre y cuando que hiciese lo que querían. Su lema era "no obediencia, no medicina”.

 Y así pasé la mayor parte de mi vida, entre amenazas y chantajes, hasta que apareció mi salvador. Él, conocido como Pabliño. Él era el que traía los alimentos a "la prisión blanca”, como me gustaba llamarla. Le conocí por casualidad un 19 de Agosto de 1966.Alto, moreno, con esos ojos verdes que me enamoraron nada más verle, esa sonrisa que hacía que mi cuerpo temblara entero. Fue la primera vez en mi vida que sentí algo que no fuese miedo u odio hacia alguien. Vino a verme cada día durante un año entero, hablábamos a través de las vallas, con mucho cuidado de que no nos viesen, y tuve que esperar mucho tiempo para poder tocarle pero ese día finalmente llegó. Él fue mi salvador, como en los cuentos de hadas que me leía mi profesor cuando era pequeña; finalmente la princesa logró deshacerse del dragón y huir de la torre en brazos del príncipe azul. Pero había un pequeño inconveniente, mi enfermedad, ya que sin medicina no duraría mucho con mi querido Pablo. 

Y un día encontré el valor de colarme en el laboratorio y robar medicina suficiente para un año. Sabía que mi cuento de hadas no duraría mucho, debería volver a la prisión blanca algún día, pero mientras sería tanto sería libre. Así fue como escapé, en la parte de atrás del camión de comida; no suena muy agradable pero fue realmente el mejor día de mi vida. A la mañana siguiente Pablito y yo , Carolina, fuimos unidos en matrimonio y nos mudamos a una bonita casa al lado de la playa. Un mes después, los médicos me anunciaron la feliz noticia de que llevaba un hijo en mis entrañas. Desde el primer momento supe que el pequeño se llamaría Salvador, porque él y su padre fueron los que me salvaron de mi horrible vida. Ocho meses después, di a luz a un precioso niño moreno de ojos verdes, y cuando nuestros ojos se encontraron por primera vez, ése pasó a ser el mejor momento de mi vida. Pero la felicidad realmente no duró mucho; minutos después, me fue anunciada una noticia que me paralizó completamente, que me congeló por dentro: los médicos habían detectado una extraña enfermedad en él que nunca habían observado en ningún otro paciente. Intenté darle mi propia medicina, pero fue imposible, era un recién nacido y su cuerpo no la soportaría. Cada día mi bebé estaba peor, cada vez más y más cerca de la muerte, y entonces comprendí que debía llevarlo con ellos, a la prisión blanca, si no deseaba que muriera.

 En el momento que puse un pie dentro del horrible lugar, dos pares de manos me aprisionaron y me sedaron, pero antes de caer dormida pude observar cómo hicieron lo mismo con Pabliño, y 364 días después todavía no sé qué ha sido de ellos. Me desperté en la misma habitación en la que me hallo ahora, y cada día me pasan por debajo de una trampilla un plato de comida y una pequeña botella de agua. En todo este tiempo no he logrado hablar con absolutamente ninguna persona, y la duda y la impotencia me matan poco a poco, cada día. No poder hacer nada, no saber nada, es horrible. ¿Qué habrá pasado con Pabliño, lo tendrán en una habitación como la mía?¿Y mi Salvador, lo habrán curado o habrán dejado que muera? Lo que más deseo en este mundo es que ambos estén bien. Sueño con que algún día logremos escapar de esta pesadilla todos juntos y que ellos paguen por todo el daño que nos han hecho. Los buenos siempre ganan, o eso dicen los cuentos. En ese momento oigo como se abre la trampilla y, como de costumbre, comienzo a gritar pidiendo una explicación. Como todos los días, no me hacen caso alguno. Observo el plato con comida en el suelo: esta vez se trata de un jugoso filete de ternera y puré de patatas con guisantes de guarnición. Decido tirar la comida en una pequeña papelera color gris que hay en la esquina de mi cuarto y luego decido beber un par de sorbos de la botella. La tiro también. Comienzo a jugar con el plato, pero observo algo extraño en él y me acerco a la pequeña lamparita que se encuentra en una mesa para verlo mejor. Entonces compruebo que sí, que ese plato tiene algo de especial. Tiene grabado un mensaje: 

Salva está bien. Mañana os sacaré de aquí, te lo prometo .

                                                                              Tu príncipe azul.

 Cuando finalizo de leer el mensaje, me parece algo irreal. ¡Voy a salir de aquí! ¡Voy a ver a mis dos salvadores preferidos! Y sí, finalmente el rey del cielo, el poderoso Sol, tenía razón: hoy es un día especial, sin duda alguna. Confío en Pabliño, él me sacará de aquí, sólo tendré que aguantar una noche más, o eso espero. Finalmente mis cuentos de hada tenían razón en que los buenos siempre ganan, ¿verdad?

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