La noche había llegado antes de lo habitual. La lluvia era suave pero constante. El camino que atravesaba el bosque estaba lleno de pequeños charcos. Todo estaba tranquilo y en silencio. Lo único que se escuchaba era las gotas de lluvia golpeando contra las hojas de los árboles. Eso, y el sonido de las botas del individuo que pasaba por el camino embarrado.
Llevaba puesto una capucha y estaba envuelto en una capa. Con la poca luz del lugar, se podía intuir que iba vestido todo de verde oscuro. Caminaba a pasa rápido. Tan rápido como su cogera se lo permitía. Se apoyaba en un bastón, que se le undía en el barro cada vez que lo clavaba en el suelo.
“Necesito parar a descansar, pero esta lluvia me lo impide. Voy a terminar enterrado entre todo este barro”, pensó el hombre de verde. En ese momento levantó la cabeza. Un poco más adelante observó que entre los árboles se distinguía una luz. Desde que había cogido aquel camino, ya se había encontrado con tres grupos de bandidos. Había tenido que pasar muy cerca de ellos y evitar que le vieran. Iban siempre en grupos de tres o cuatro hombres, todos armados, y él no estaba lo suficientemente equipado como para enfrentase a ellos él solo. Y menos aún desde el accidente que hace unos meses había sufrido, dejándole la pierna derecha casi inservible. “Ya no puedo luchar como lo hacía antes”, se lamentó. “Espero que esa luz pertenezca a una casa, de una familia. Una familia solidaria y comprensiva”.
Se alivió cuando vio una pequeña cabaña de madera entre los árboles, a unos metros del camino. Más aún se alivió cuando escuchó las voces que provenian de la casa. Pertenecían a niños, estaba seguro. Se acercó a la puerta y tocó en ella con ayuda del bastón. Las voces se interrumpieron al instante.
Bajo la puerta pudo ver como una sombra se iba acercando. Tardó unos segundos en contestar.
—¿Quién toca en mi hogar a estas horas de la noche?¿Y quién es tan estúpido de salir cuando llueve de esta manera?—dijo la voz masculina detrás de la puerta. El hombre emcapuchado notó que el dueño de aquella voz intentaba aparentar que no estaba asustado.
“Debo tranquilizarlo, de lo contrario no me dejará entrar”.
—Alguien que no tiene hogar y necesita cobijo. He tenido que abandonar a mi caballo cuando quedó atrapado entre el barro—mintió el encapuchado— Todas mis pertenencias se quedaron con él. Solo he podido salvar mi bastón, y por él estoy aquí, y no muerto en el barro. Necesito vuestra ayuda para sumar días a mi vida.
De nuevo se hizo el silencio durante unos segundos antes de que respondiera.
—¿De donde sois, y que os ha hecho recorrer este camino?
—Soy de Ellan. Estaba de camino a la universidad de Caen, hasta que ocurrió el accidente que os acabo de relatar.
—¿Eres profesor?—preguntó, ahora algo más calmado.
—No exactamente. No instruyo, me dedico investigar, ya sabe, leer libros antiguos y comprender un poco mejor el mundo que nos rodea.
El pomo se movió y la puerta se abrió. Tras ella estaba su interlocutor. Le sacaba una cabeza de altura, no precisamente porque fuese alto, mas bien la altura del encapuchado era más pequeña de lo habitual.
—Antes de dejarle entrar voy a tener que registrarle. No puedo arriesgarme a dejar entrar a alguien armado.
—Adelante, adelante, haga lo que crea oportuno, pero ya le he dicho que mi caballo se quedó con todo lo que tenía.
Le indicó que entrase. Se quito la capucha y la capa. Era joven. Su ropaje revelaba que era un hombre de riquezas.
—Bueno... los bandidos suelen tener un aspecto más peligroso y mugriento. Usted está sucio y no huele muy bien. Pero por su vestimenta y su forma de educada de hablar, tendré que suponer que no supondrá un peligro para mi familia.