Sé que lo que tengo que decir les sonará a pura fantasía, y no los culpo. Si lo hubiera escuchado de otra persona, tampoco lo creería, pero les pido depositar en mí aunque sea una minúscula mota de confianza, porque esto fue cierto, lo vi con mis propios ojos y puedo dar fe de ello.
Quizás ya lo sepan, pero mi nombre es Antonio Carreño y tengo 42 años, quince de los cuales he trabajado como Operador de trenes en el metro. Digo esto para hacer énfasis en que no soy cualquier loco de la calle, pues con tanto tiempo de servicio uno ve todo tipo de cosas - Ni se imaginarán la cantidad de suicidas que he visto caer bajo las ruedas del vagón - pero nada, repito, nada como lo que vi esta mañana mientras cubría mi ruta de siempre, en las afueras de la ciudad. Suelo considerarme una persona escéptica, incluso difícil de asustar, pero sólo rememorar lo ocurrido me pone los pelos de punta.
Cuando desperté bien temprano, nada daba indicios de estar fuera de lo normal. Salí al alba y tomé café adonde la señora Ana, que me fió una empanada de carne molida. Luego, marqué la entrada y me dirigí a mi puesto de trabajo justo a la hora de siempre. Tengo colegas con los que hablé en el camino y pueden corroborar mi historia. Quizás estoy divagando, disculpen.
Supe que sería una jornada complicada, cuando me dijeron que me tocaría conducir el tren 300707. Este es un tren complicado, con su propio carácter, podría decirse. Los que manejan este tipo de máquinas saben a lo que me refiero. Son vehículos caprichosos a los cuales debe tenérsele mucha maña, porque de un momento a otro, pueden apagar el aire acondicionado, ir forzados en ciertos tramos de riel, y en el peor de los casos, pueden no cerrar la puerta al arrancar. Claro, con lo viejo que es este metro, el 300707 está en pañales respecto a otros materiales rodantes del sistema, ya que con todo y sus fallos, jamás provocó algún susto importante.
Digo esto para que no les quede algún tipo de duda o malentendido sobre el estado de la máquina, que aclaro, funcionó perfectamente a pesar de todo, y nada tuvo que ver con lo que sucedió.
El problema fue cuando llegamos a aquel condenado túnel del Carrizo.
Al principio, pensé que se trataba de un apagón. El tren se quedó sin energía de pronto, y con el bajón de velocidad, casi pego la cara contra el tablero de control. No necesité ver las cámaras de seguridad para sentir a los pasajeros caerse y estamparse contra la puerta detrás de mi - Igual no habría podido verlos, porque el panel se había apagado-. Todos me mentaban la madre, sin saber que yo no sabía lo que pasaba.
La oscuridad era absoluta. Me extrañó ver las luces del túnel apagadas, pues lo usual es que permanezcan prendidas hasta cuando se corta la energía. Atribuí eso a que seguramente las plantas eléctricas de respaldo fallaron. Como dije, no soy una persona difícil de asustar, y en mi entrenamiento está saber conservar la calma bajo este tipo de situaciones.
Intenté comunicarme por la radio, pero estaba muerta. Allí sí estaba en un verdadero problema, pues sin comunicación, no había manera de informar a control que estábamos varados allí. Lo único que quedaba era esperar.
Calculo que habrían sido 10 minutos los que estuve allí, sentado en las penumbras, marcando la radio sin éxito. La verdad, se sintió como una eternidad donde cada pulsación sobre el parlante, sólo me devolvía el frío sonido de la estática envolviendo la cabina. Adentro, se escucharon los murmullos cada vez más desesperados de la gente. Golpearon las paredes y las ventanas con molestia, imagino que cansados ya de marcar el botón de emergencia pensando que funcionaba. Pobres ilusos. Entiendo su estrés, pues imaginarse todos esos cuerpos compactados y hacinados en una prisión de metal, a oscuras, por más de diez minutos, debió ser una tortura. A veces olvidamos las penas que pasa el usuario cuando tenemos problemas técnicos.