Era él un ser solitario

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Allen levantó una ceja. Escuchó las palabras de Kanda y aceptó que eran verdad. Pero entonces Kanda cambió la conversación y le dijo:

—Deja de esconderlo, inicia lo que quieras lograr en tu vida.

«¿Qué se debe anhelar a estas alturas?», pensó Allen. Siendo otro asunto, albergó una inquietud que aún lo detuvo de sus acciones.

Levantó la vista. Como aún estaba vivo, todavía tenía el derecho de pensar. Distraído, Allen contempló la oscuridad, pero en el exterior sus ojos sin brillo se parecían más a una persona solitaria, mientras esperaba sentado lo que el futuro le traería.

Allen preguntó: —Kanda, ¿por qué sigues viniendo? —Allen lo sabía, pero no estaba dispuesto a aceptarlo.

Hace un año, cuando le habían dado la noticia de que perdió sus ojos, desapareció en un instante sus ganas de seguir adelante, pero Kanda permaneció a su lado en los días amargos. Ahora que se había recuperado ligeramente, Allen no estaba dispuesto que Kanda permaneciera aún con él por la culpa que sentía.

Allen tardó un poco en notar la incomodidad de Kanda. Ladeó la cabeza en la dirección que estaba el azabache.

—¿Kanda?

Kanda dejó de mirarlo, sus labios apretados. —¿No es mi deber?

La pequeña sonrisa que mantenía Allen se congeló, sus dedos en su regazo temblaron un poco, pero Kanda no los notó.

Efectivamente Allen ya sabía la razón, pero era reacio a aceptar esta verdad. Sin embargo, era demasiado absurdo decir que, después de salvarlo, ésta es la realidad que deben de aceptar.

Sus cejas se fruncieron en un gesto doloroso. ¿Cuándo le vio depender de algo? Aunque no tuviera vista, la libertad era suya, no debería ser influenciado por otros. Sus amigos no debían  de intervenir en su decisión, mucho menos Kanda.

—Sabes que no lo es —dijo Allen, cerrando los ojos.

Se levantó de la pequeña banca. Titubeó un momento, apretó los dientes con terquedad y se guió por el respaldo con sus manos, dando pasos ligeros.

No recordaba el jardín, no venía desde hace muchos años y era más propenso a tropezar. Durante los pocos días que estuvo, fue Kanda quien lo guió. Allen se sintió mal, parecía que en realidad dependía mucho de Kanda.

Allen caminó unos cuantos pasos y dijo: —Lo he pensado. Seguir con mi carrera en este estado, con todas las dificultades, solo traería problemas. Pero entonces, ¿qué haré? Mi padre se irá y tendré que seguir adelante— esbozó una pequeña sonrisa—. Pero esto no cambia, el tiempo no lo hará, solo las personas. Si tengo que sufrir con esta ceguera, entonces puedo aceptarlo.

Una persona que no tiene remordimiento en la vida es un santo, pero están condenados a sufrir: nadie es honesto y de buenas acciones. Todos llevan sus arrepentimientos en la vida.

Allen no creía en las supersticiones, pero los hechos le demostraron que eran verdad. En consecuencia, perder sus ojos fue devastador. En ese accidente, Kanda no pudo ver lo que en realidad ocurrió, él fue sumido en la ilusión de sus recuerdos. Era lo mejor, o también le costaría lo que Allen pagó.

Allen palideció cuando el sudor frío subió a su cuerpo. Añadió en su aturdimiento: —Si hubiera sido diferente… El cambio de este momento, ¿puedo negarlo?

Con una extraña expresión en su rostro, Kanda se levantó y lo siguió. Con un leve toque en su hombro, lo guió en silencio.

Atrás se quedó la banca plateada, bajo la sombra de un árbol robusto, pero nadie vio cuando un humo de color negro salió de la madera y se condenso por unos segundos, para luego desaparecer sobre la banca.

Allen no volvió a hablar de sus pensamientos. De vez en cuando abría los ojos, sin perder esa pequeña esperanza. Preguntó: — Pasamos mucho tiempo afuera, ¿qué hora es?

Cuando Allen salió, el cielo estaba despejado y los rayos del sol le calentaban el cuerpo. Por la tarde, el cielo poco a poco se puso gris y las nubes lo cubrieron todo, la gente de la calle se redujo a unas pocas personas por la lluvia que caería.

Los ojos de Kanda se mantuvieron adelante, sumido en sus pensamientos. Al final se detuvo y lo miró brevemente. —¿Desde cuándo es tan importante?

Al pie de la entrada del hogar de Allen, Kanda le soltó el brazo y torció los labios al descubrir un pequeño brillo oculto en sus ojos. Cuando Allen parpadeó, el brillo plateado que adornaba sus iris había desapareció. Los párpados de Kanda se cerraron, sintiendo que le pesaban demasiado.

Palabras sin un real sentido como "debes odiarme" era imposible que dijera.

Kanda se apartó, ladeando la cabeza. —De todas formas, ahora no podemos cambiar nada, ¿hay algún sentido para que me vaya o me quede?

Allen dejó de respirar por un instante. Levantó su brazo para tocar la cicatriz que marcaba su rostro.

—Kanda, lo dices de esta manera —la mano de Allen se deslizó, su expresión amarga. Pensó: después de haberte aventado lejos del vehículo, ¿aún lo puedes decir así? Después de ocupar tu lugar, ¿es difícil de entender?

Esperar sabiendo que no habrá nada... Allen se burló.

Guiándolo para entrar, Kanda volvió a repetir. —No hay opción.

No hay opción, no deseamos terminar así.

Algunas palabras surgieron en el corazón de Allen: «¿Quién tenía más remordimientos?».

Tal vez esto es lo que llaman el destino, saber lo que va a ocurrir, saber que no hay nada que pueda evitarlo, y quedarse quietos, mirando.

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El último párrafo es sacado de una de las frases de José Saramago.

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