PROEMIO
COMIENZA EL LIBRO LLAMADO DECAMERÓN, APELLIDADO PRÍNCIPE
GALEOTO, EN EL QUE SE CONTIENEN CIEN NOVELAS CONTADAS EN DIEZ
DÍAS POR SIETE MUJERES Y POR TRES HOMBRES JÓVENES.
HUMANA cosa es tener compasión de los afligidos, y aunque a todos conviene
sentirla, más propio es que la sientan aquellos que ya han tenido menester de
consuelo y lo han encontrado en otros: entre los cuales, si hubo alguien de él
necesitado o le fue querido o ya de él recibió el contento, me cuento yo. Porque
desde mi primera juventud hasta este tiempo habiendo estado sobremanera
inflamado por altísimo y noble amor (tal vez, por yo narrarlo, bastante más de lo
que parecería conveniente a mi baja condición aunque por los discretos a cuya
noticia llegó fuese alabado y reputado en mucho), no menos me fue grandísima
fatiga sufrirlo: ciertamente no por crueldad de la mujer amada sino por el excesivo
fuego concebido en la mente por el poco dominado apetito, el cual porque con
ningún razonable límite me dejaba estar contento, me hacía muchas veces sentir
más dolor del que había necesidad. Y en aquella angustia tanto alivio me
procuraron las afables razones de algún amigo y sus loables consuelos, que tengo
la opinión firmísima de que por haberme sucedido así no estoy muerto. Pero
cuando plugo a Aquél que, siendo infinito, dio por ley inconmovible a todas las
cosas mundanas el tener fin, mi amor, más que cualquiera otro ardiente y al cual
no había podido ni romper ni doblar ninguna fuerza de voluntad ni de consejo ni de
vergüenza evidente ni ningún peligro que pudiera seguirse de ello, disminuyó con
el tiempo, de tal guisa que sólo me ha dejado de sí mismo en la memoria aquel
placer que acostumbra ofrecer a quien no se pone a navegar en sus más hondos
piélagos, por lo que, habiendo desaparecido todos sus afanes, siento que ha
permanecido deleitoso donde en mí solía doloroso estar. Pero, aunque haya
cesado la pena, no por eso ha huido el recuerdo de los beneficios recibidos
entonces de aquéllos a quienes, por benevolencia hacia mí, les eran graves mis
fatigas; ni nunca se irá, tal como creo, sino con la muerte. Y porque la gratitud,
según lo creo, es entre las demás virtudes sumamente de alabar y su contraria de
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maldecir, por no parecer ingrato me he propuesto prestar algún alivio, en lo que
puedo y a cambio de los que he recibido (ahora que puedo llamarme libre), si no a
quienes me ayudaron, que por ventura no tienen necesidad de él por su cordura y
por su buena suerte, al menos a quienes lo hayan menester. Y aunque mi apoyo,