La casa del terror

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Los niños del pequeño pueblo van felices de casa en casa pidiendo dulces aquella noche de Halloween. Uno de ellos, Hans, el más pequeño, se da cuenta que en la vieja casa abandonada, al final de la calle, hay luces. Sin pensarlo, corren hasta allí pensando que los adultos les querrían jugar una broma en esta noche de los espantos.

Empujan la reja, que rechina al abrirse. Los niños ríen, pues suena igual que en las películas de terror. Ante ellos aparece una pareja disfrazada de Morticia y Homero Adams, quienes les invitan a entrar en su tétrico jardín.

Los niños entran sin dudar, solo el menor queda afuera dudando en si entrar o no. La pareja lo mira con ternura.

―Ven, entra ―le dice "Morticia" con una sonrisa.

El niño la toma de la mano y entra con ella. Las paredes del angosto pasillo, adornado para la ocasión, están cubiertas de sangre y llenas de telarañas. De pronto, la puerta de la calle se cierra de golpe. Los niños están encerrados en ese angosto rectángulo. Ahora, es la puerta interior la que se abre, para dar paso libre al pequeño grupo, quienes entran sin problema.

Allí, en el salón, dispuestos en varios lugares, en varias mesas y vitrinas, trozos de cuerpo humano.

Los niños quieren huir, sin embargo, son detenidos por "Homero", que cierra la puerta y se queda parado para evitar que escapen.

El más pequeño, al ver la angustia de sus amigos mayores, vuelve a llorar.

―Hey, pequeñín, no llores ―le dice la mujer―. Creímos que eran más valientes ―recrimina a los demás sin enojo―. No se asusten. Esos trozos de cuerpos humanos, en realidad son pastelillos. ¡Vayan! ¡Coman!

El mayor del grupo, John, entierra su dedo en un pie que tiene cerca y se da cuenta que lo que su anfitriona dice es cierto y comienza a comer. Nada tardan los demás en imitarlo. Menos Hans, el pequeño, a quien la dueña de casa guia hasta uno de los pasteles.

―¿Te gusta? ―le consulta.

Él asiente con la cabeza.

―Bien, ¿ves que no había por qué llorar?

Vuelve a afirmar con la cabeza.

La pareja se mira y el hombre se acerca a su mujer para contemplar a esos pequeños que esta noche dan vida a ese hogar tan lúgubre.

Terminan de comer y beber, y a cada niño les regalan una calabaza con dulces de todo tipo antes de marcharse.

―Gracias y feliz Halloween ―se despide el niño más pequeño.

―De nada. Hasta el próximo Halloween.

―¿Puedo venir a visitarlos otro día? ―consulta Hans.

―No creo que tus padres te dejen.

―Mi papá ni se entera de lo que hago.

―Su papá no lo quiere, siempre le está pegando. A veces se queda en mi casa hasta que a su papá se le pasa la borrachera ―informa John, interviniendo en la conversación―, siempre y cuando mi papá no lo esté, porque ahí nos tenemos que ir los dos a la calle ―explica con una sonrisa muy amarga.

―Pueden venir cuando quieran ―asegura el hombre.

―Gracias.

Los niños se van y la pareja los observa alejarse.

―Sería lindo tener la casa llena de niños ―comenta la mujer.

―Algún día, querida, algún día.

El marido le toma la mano a su mujer, quien mira la hora, justo dan las doce y sus disfraces se transforman en antiguas vestiduras.

―¿Crees que se hayan dado cuenta? ―le pregunta la mujer al marido.

―No, no lo creo, no estarían tan felices, huirían aterrados.

―Sí, pero míralos, son niños a los que sus papás no los quieren, se aferran a cualquier cosa.

―Es cierto.

―¿Qué pasará?

―Lo mismo de siempre. Nada. Los adultos no les creerán y los niños se olvidarán de nosotros mañana.

La mujer hace un gesto de afirmación sin dejar de mirar hacia los niños, a los que en ese momento se les acercan varios adultos.

―¿Dónde estaban? ―pregunta un hombre, con furia, al mayor de los niños.

―Fuimos a la casa embrujada, había gente y tenían dulces.

―¿Qué dices? ¡Esa casa está abandonada desde hace años! ―increpa una mamá.

―¡No! ¡Había una pareja disfrazada de Los Locos Adams! ―intenta explicar el niño, pero no es escuchado, como tampoco lo son los demás que intentan también decir que es verdad.

Los niños, para apuntar a la casa, se vuelven y ven que todo está oscuro y tétrico como siempre.

―Había luz, había una pareja que me trató muy bien ―cuenta el menor―, nos dieron dulces con forma de trozos humanos.

―¡Cállate, mentiroso! ―reprende su padre y lo abofetea con fuerza.

El niño cae al suelo. Las mujeres comienzan a retar al hombre, pero este no entiende razones, como tampoco los demás hombres que lo apoyan. El mayor de los chicos quiere ir a recoger a su amigo, el padre quiere detenerlo y, al no dejarse amedrentar, su progenitor le da una patada en la espalda.

―¡Tú los metiste en esto! ―lo acusa.

Ambos niños están en el suelo.

―¿Y si vamos ahora? ―le pregunta Hans a su amigo indicándole la casa embrujada.

―Sí, no quiero estar aquí.

Se levantan raudos y corren con celeridad hasta la casa, la que se abre en cuanto llegan a refugiarse en ella. Los niños se abrazan a la pareja que los espera con los brazos abiertos para consolarlos.

―Ya pasó, aquí están a salvo ―asegura el hombre.

―¿No van a venir por nosotros? ―interroga Gabriel.

―No.

Los niños se apartan de ellos y miran a través de la ventana. Allá, en mitad del pasaje, la gente llora sobre los dos cuerpos inertes de los niños.

Hans y John se miran confundidos.

―¿Ahora somos fantasmas como ustedes? ―atina a preguntar el mayor.

―Así es, mi niño.

―¿Viviremos aquí? ―pregunta el otro.

―Si así lo quieren.

Los pequeños amigos vuelven a intercambiar miradas y sonríen, ya no volverían a sufrir con los golpes y malos tratos de sus padres.

―¿Tienen más dulces?

―Claro que sí, vengan.

Y de la mano los guían hasta la cocina, donde un rico pastel y un exquisito chocolate caliente los espera.

Afuera quedan el bullicio y el falso llanto por la muerte de aquellos dos pequeños que ahora no solo darían vida a una casa vacía, también recibirían todo el amor que les fue negado en vida.

Cuento de Halloween, la casa del terrorWhere stories live. Discover now